Yo leo a los maestros

domingo, 4 de mayo de 2014

Yannis Ritsos (1909 - 1990) Grecia


Epitafio

1. Hijo, cuerpo de mi cuerpo, sangre de mi sangre, tuétano de mis tuétanos,
corazón del mío, gorrión de mi diminuto jardín, florecilla de mi soledad…

¿A dónde voló mi pequeño? ¿A dónde se ha ido? ¿En qué lugar me ha dejado?
La jaula está vacía y en la fuente no queda una gota de agua.

2. Mis dedos mecían hasta el amanecer tus cabellos rizados
Mientras vigilaba tu sueño.

Tus cejas bien formadas dibujadas a pincel,
Creaban arcos para que mi mirada anidara y descansara allí.

Tus ojos rutilantes reflejaban al amanecer la distancia de los cielos
Y yo procuraba evitar que una lagrima mía los empañara.

Tus dulces labios perfumados, cuando hablabas, lograban que las rocas
y los árboles devastados florecieran, que los ruiseñores cantaran.

3. En un día de mayo me dejaste, en ese día de mayo te perdí.
En la primavera amabas tan bien, hijo, cuando subías

Al tejado empapado de sol y divisabas desde allá,
tus ojos nunca se saciaban de beber la luz del mundo.

Con tu voz varonil tan dulce y cálida, volvías a contar
tantas cosas como guijarros hay en las playas.

Hijo, dijiste que todas esas maravillas serían nuestras
Pero ahora tu luz ha muerto, el brillo y las brasas se han apagado.

4. Estrella, mía, has puesto en tu sombra todo lo que la Creación ha cobijado
Y todo lo que el sol, esa bola negra de cáñamo, ha recogido bajo su luz.

La muchedumbre pasa y me oprime, los soldados me pisotean
Pero mi mirada no titubea y mis ojos jamás te abandonan.

El vaho etéreo de tu aliento roza mi mejilla
¡Ay! La gran luz de una boya flota al final del camino.

La palma de una mano bañada de luz seca mis lagrimas
¡Ay! hijo, tus palabras se albergan en lo más profundo de mí.

Mira, me levanto, mis piernas aún me pueden sostener
Una gozosa luz, mi valiente hijo, me levanta del suelo.

Duerme hijo,  amortajado con banderas,
Voy al encuentro de tus hermanos, traigo tu voz conmigo.

5. Eras tierno, de noble temperamento, todas las gracias iban contigo,
Llevabas todas las caricias del viento, todas las florecillas silvestres.

De pies ligeros,  pisabas suave como una gacela
nuestro umbral brillaba como el oro tan pronto lo cruzabas.

Saqué juventud de tu juventud, y para presumir hasta podía sonreír.
La vejez nunca me atemorizó y a la muerte la podía desdeñar.

Mas ahora, ¿dónde me puedo situar?¿Dónde me refugio?
Estoy a la deriva como árbol marchito en una llanura nevada.

6. Cuando te parabas frente a la ventana, tu espalda
abarcaba la entrada, todo el mar, todas las naves de los pescadores.

La casa se inundaba de tu sombra, inmensa como un arcángel.
Y el brillo del lucero vespertino titilaba en tu oído.

Nuestra ventana era el portal hacia el mundo, miraba al Paraíso
donde las estrellas estaban en flor, mi hijo adorado.

Allí, de pie, en el atardecer refulgente parecías el timonel del barco,
En tu habitación, en la cálida penumbra del crepúsculo.

¡Ay! me embarcaste en la quietud de la Vía Láctea, ahora este buque se va a pique
Su timón se ha roto y me enrumbo al fondo del mar, a la deriva en mi soledad.

7. Si tuviera la poción de los inmortales, si sólo la tuviera: una nueva alma para ti
sí despertaras por un instante, para ver y hablar y deleitarte en medio de tu sueño.

Me pondría al lado tuyo, adosada a ti, exuberante de vida, calles, balcones y plazas
atestadas de gente vitoreando, las doncellas recogiendo flores para rociar tus cabellos.

Mis bosques fragantes colmados de miles de raíces y hojas,
cómo puedo yo, la malograda, creer que te he perdido?

Hijo, todo se ha desvanecido, todo me ha abandonado,
no tengo ojos y no puedo ver, no tengo boca que me permita hablar.

8. Hijo, qué Hado te ha signado, qué Hado me ha condenado
a sufrir este dolor lacerante,  a padecer este fuego en mi pecho.

Mi dulce joven, no has desaparecido, vives en mis venas.
Hijo mío, fluye profundo en todas nuestras venas y permanece vivo para siempre.

(Versión de P. Potdevin)
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Siempre

Comenzamos una conversación
se parte por la mitad.
Comenzamos a construir un muro
no nos dejan terminarlo.
Y nuestra canción, partida.
Todo lo acaba el horizonte.
Por encima de las lonas pasan a manadas las
estrellas
a veces cansadas, a veces amargas, sin embargo
seguras
por sus caminos, y por los nuestros.
Y el día, hasta el más injusto, te deja en el
bolsillo
una banderita azul y blanca de la fiesta de la mar,
te deja una bocanada de aire limpio
te deja en la vista la gracia de los ojos
que miraban contigo la misma piedra,
que repartieron por igual el mismo dolor,
la misma nube, la misma sombra.
Todo lo hemos repartido, camaradas,
el pan, el agua, el cigarrillo, la pena,
y la esperanza.
Ahora podemos vivir o morirnos
sencillamente y con belleza –con mucha belleza-
igual que si abrimos una puerta a la mañana
y decimos buenos días al sol y al mundo.
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La subida

Estuvo largo tiempo en el ajeno huerto, y sólo pensaba
en subir a escondidas a la higuera desnuda, para mirar
desde lo alto al mundo, como si fuera una hoja
o un pájaro; pero siempre pasaba alguien
y siempre lo dejaba para luego.
                Una tarde,
miró en derredor suyo - todo desierto -, trepó
a la rama más alta; entonces se oyeron
voces de entre las matas: "¿Qué haces, allí arriba?"
- grandes voces -, y contestó: "Un higo,
quedaba un  higo". La rama se quebró.
Lo levantaron. Tenía la mano derecha agarrotada.
Cuando abrieron sus dedos, no había nada dentro.

(Versiones de Juan Ruiz de Torres)
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La sonata al claro de luna

Traducción: Dimitris Kyriakou

(Noche de primavera, salón grande de una casa vieja
Una mujer, entrada en años, vestida de negro, está hablando con un hombre joven –no han encendido las luces. Implacable la luna invade atravesando la ventana. Me olvidaba de decir que la mujer ha publicado un par de interesantes colecciones de poemas de tono religioso
La mujer está dirigiéndose al joven)

Déjame ir contigo
Qué luna esta noche…
Es buena esta luna, no se marcarán mis canas
La luna hará que mi pelo vuelva a ser dorado –no te darás cuenta
Déjame ir contigo

En noches bañadas por la luna
las sombras se engrandecen en mi casa
Manos invisibles corren las cortinas
Un dedo tenue escribe palabras olvidadas en el polvo que cubre el piano
No quiero oírlas… Cállate

Déjame ir contigo
Sólo un rato, hasta la valla de la fábrica de ladrillos
Hasta donde la calle se esconde tras la curva y aparece la ciudad de cemento, de aire
Blanqueada de cal lunar
Tan indiferente y etérea
Tan positiva que parece metafísica
Tanto, que finalmente puedes creer que existes y que no existes
que jamás has existido, que el tiempo y sus secuelas no han existido… Déjame ir contigo

Nos vamos a sentar un rato sobre la acera, en la pequeña colina y como nos llegue el soplo de esta brisa de primavera
puede que nos imaginemos volando
porque a menudo, incluso a estas alturas, el chasquido de mi falda llega a mis oídos como el aletazo de dos alas potentes

Y cuando te envuelves en este sonido de vuelo notas tu nuca, tus costillas, tu carne apretándose Y así apretado por los músculos del viento azul en las vigorosas neuronas de la altura
no importa si te vas o te vuelves
y tampoco importa que mi pelo se haya vuelto blanco
(no es esto lo que me atormenta, lo que me atormenta es que mi corazón no se vuelve blanco…)
Déjame ir contigo

Lo sé que todos seguimos nuestros caminos solitarios en el amor, en la gloria, y en la muerte
Ya lo sé. Lo he probado. No sirve… Déjame ir contigo

Esta casa está encantada, me está echando a patadas, quiero decir, es demasiado vieja
Los clavos se sueltan
Los cuadros caen buceando en el vacío
El yeso se desploma en silencio
como los gorros abandonados de los muertos que caen de su percha en el pasillo oscuro como el desgastado guante de lana del Silencio cae de sus rodillas
o como cae un pedazo de luna sobre esta vieja silla destripada

Una vez ésta también fue joven… No, no la foto que estás mirando incrédulo
Hablo de la silla, muy cómoda
Podías sentarte, ojos cerrados, hora tras otra, y soñar… bueno, cualquier cosa
Una playa de arena suave, mojada y resplandeciente, pulida por la luna
Más pulida que mis viejos zapatos elegantes, que entrego cada mes en la tienda de la esquina para que me los limpien
Más pulida que una vela de barco velero que desaparece en la distancia, movido por su propio respiro, una vela triangular, como un pañuelo doblado, una vez solamente
como si no tuviera nada que encerrar, nada que atesorar, ni despedirse, saludando desplegado

Desde siempre me han fascinado los pañuelos
No para guardar cosas, semillas de flores, o manzanilla recogida en el campo al atardecer Ni tampoco para hacerle cuatro nudos y llevarlo como hacen los albañiles que trabajan allí enfrente
Ni tampoco para limpiar gafas –jamás las he necesitado
Los pañuelos son sólo un capricho

Hoy en día los doblo 4, 8, 16 veces, así para mantener mis dedos ocupados
Y acabo de recordar que solía medir la música así, cuando iba al conservatorio
En mi uniforme blanquiazul, y con mis trenzas rubias –8,16,32,64…
Agarrando la mano de mi pequeña amiga, un árbol de melocotón lleno de luz y flores rosadas
Perdóname esta palabrería… mala costumbre –32,64…
Y mis padres albergaban grandes esperanzas por mi talento musical

Pues, te estaba hablando de la silla, destripada, la paja y los muelles mohosos a la vista Pensaba llevarla al taller aquí al lado para que la arreglaran, pero… No hay ni tiempo, ni dinero, ni ánimo
Por dónde empezar arreglando...

Pensaba cubrirla con una sábana
Pero me impresionó la idea de una sábana blanca bajo esta luna
Grandes hombres se han sentado en ella, gente de altos vuelos y aspiraciones, como tú y yo, también
Y ahora descansan bajo tierra, sin que les preocupe ni la lluvia ni la luna… Déjame ir contigo

Nos vamos a sentar un rato en el rellano de la escalera de mármol de la iglesia
Y después tú seguirás y yo volveré con el calor del toque fortuito de tu chaqueta a mi costado izquierdo
Y también unas luces cuadradas a través de las pequeñas ventanas del barrio
Y esta rociada tan blanca de la luna, que es como una gran procesión de cisnes plateados Y no me asusta esta expresión porque yo, en tiempos, muchas noches de primavera conversé con Dios, que se presentó envuelto en el halo y la gloria de tal claro de luna

Y muchos jóvenes, aún más bellos que tú, sacrifiqué por Él
Así blanca e inasequible, rociándome por mi propia llama blanca, por la blancura del claro de luna
Incendiada por los insaciables ojos de los hombres, y el indeciso éxtasis de los adolescentes
Asediada por exuberantes cuerpos bronceados, poderosos brazos y piernas entrenados en natación, remo, atletismo, fútbol –piernas y brazos que fingía no ver– frentes, labios, rodillas, dedos y ojos, troncos, bíceps y muslos…
Y de verdad no los veía, sabes, a veces, admirando, te olvidas del que estas admirando
Te basta la mera admiración
Dios mío, qué ojos todos estrellas
Y me levantaba hacia una apoteosis de estrellas rechazadas
Porque así asediada, por dentro y por fuera, no me quedaba otro camino sino hacia arriba o hacia abajo

No, no es suficiente... Déjame ir contigo
Ya es tarde, lo sé… Déjame ir contigo, porque tantos años, días y noches y atardeceres carmesíes, he estado sola, implacable, sola e inmaculada
Hasta en mi lecho conyugal inmaculada y sola
Escribiendo versos gloriosos en las rodillas del Señor
Versos que te lo aseguro, quedarán como grabados en mármol impecable
Más allá de mi vida, y de la tuya también, mucho más allá
No es suficiente… Déjame ir contigo

Esta casa no me soporta más
No aguanto llevarla encima
Tienes que estar siempre atento, atento
Sostener la pared con el gran aparador
Sostener el aparador con la antediluviana mesa cincelada
Sostener la mesa con las sillas
Sostener las sillas con tus manos
Meter tu hombro bajo la viga que se está descolocando
Y el piano, cerrado como un féretro negro… No te atreves a abrirlo
Siempre atento, atento, que no caiga nada, que no te caigas tú... No lo soporto… Déjame ir contigo

Esta casa, a pesar de todos sus muertos, no se deja morir
Insiste en vivir con sus muertos, vivir de sus muertos y de la certeza de su muerte, y en ordenar todavía sus muertos cuidadosamente en armarios y decrépitas camas… Déjame ir contigo

Aquí, no importa cuán silenciosamente camine en el vaho de la noche, en mis zapa- tillas o descalza, algo va a crujir
Algún cristal se esta rajando, o algún espejo
Se oyen pasos –no son los míos
Puede que fuera, en la calle, no se oigan estos pasos –dicen que el arrepentimiento lleva zapatos de madera…
Y si te pones a mirar en este espejo, o en el otro, por detrás del polvo y las rajas
Divisas tu rostro cada vez más borroso y fragmentado
Tu rostro, por el que no pediste nada más en la vida: sólo que fuera límpido e íntegro

Los labios de la copa brillan en el claro de luna como una navaja circular –¿cómo puedo llevarlo hasta mis labios?
Aunque tenga tanta sed, ¿cómo puedo?
¿Ves? Todavía me quedan ganas de símiles…

Eso es lo que me queda, es eso lo que me asegura todavía que sigo presente… Déjame ir contigo…
A veces, al anochecer, tengo la sensación de que detrás de la ventana pasa una osa con su dueño
Está vieja y pesada – su pelo lleno de espinas y cardos
Levanta polvo en las calles del barrio
Una nube de polvo solitaria, incienso para el anochecer
Y los niños han vuelto a casa para cenar, y ya no les dejan salir, aunque a través de las paredes pueden divisar los pasos de la vieja osa
Y la osa, cansada, camina en la sabiduría de su soledad, sin saber adónde ni por qué
Está menos ágil, ya no puede bailar sobre dos piernas
No puede llevar su gorrito de encaje y entretener a los niños, a los vagos, a los exigentes
Y solo quiere tumbarse en el suelo, dejando que le pisen el vientre
Jugando así su última carta
Demostrando su impresionante fuerza para resignarse
Su desobediencia a los intereses de los demás, a los aros en sus labios, a la indigencia de sus dientes
Su desobediencia al dolor y a la vida, con la complicidad de la muerte – incluso una muerte lenta

Su desobediencia final a la muerte, a través de la continuación y el conocimiento de la vida, la vida que sigue cuesta arriba
Aprendiendo y actuando, superando la esclavitud

Pero ¿quién puede seguir este juego hasta el final?
Así la osa se levanta otra vez, y camina obedeciendo a su correa, a sus aros, a sus dientes
Sonriendo con sus labios desgarrados
a las moneditas que le echan los niños, tan bellos y confiados (bellos precisamente porque son confiados), diciéndoles gracias
Porque las viejas osas lo único que han aprendido a decir es: gracias, gracias… Déjame ir contigo

Esta casa me está ahogando
Pues la cocina es como el fondo del mar
Las cazuelas colgadas brillan como grandes ojos redondos de peces increíbles
Los platos se mueven lentamente como medusas
Algas y ostras se atascan en mi pelo –no puedo librarme de ellos después
No puedo subir a la superficie –la bandeja cae de mis manos muda Me derrumbo y veo las burbujas de mi aliento subiendo, subiendo E intento entretenerme mirándolas
Y me pregunto qué diría alguien que las viera desde arriba

Quizás que alguien se está ahogando
O que un buceador está explorando los fondos del mar…
Y, de verdad, no pocas veces descubro allí, en el abismo del ahogamiento
Corales y perlas y tesoros de naufragios
Encuentros imprevistos, del pasado, del presente y del futuro
Casi una comprobación de la eternidad
Un respiro, una sonrisa de inmortalidad, como dicen Una cierta felicidad, embriaguez, hasta entusiasmo… Corales, perlas, y zafiros; sólo que no sé darlos
No, los doy; sólo que no sé si pueden recibirlos… Yo sin embargo los doy
Déjame ir contigo

Espera un momento, déjame coger mi chaqueta
De este tiempo tan imprevisible no hay que fiarse
Hay humedad por la noche, y parece que la luna hace la noche más fría ¿verdad?

Déjame abrochar tu camisa –qué fuerte es tu pecho… Eh, qué fuerte esta luna… digo, la silla…
Y cuando levanto la taza de la mesa se desvela un agujero de silencio
Lo tapo inmediatamente con mi mano para no mirar adentro
Vuelvo a dejar la taza donde estaba
Y la luna como un agujero en el cráneo del mundo
No mires adentro, es una fuerza magnética que te atrae No mires, no miréis, escuchadme, ¡vais a caer dentro! Este vértigo bello y etéreo –¡te vas a caer!
Un pozo de mármol la luna
Sombras que se agitan y alas mudas, voces misteriosas, ¿no las oís?

Profunda, profunda la caída
Profunda, profunda la escalada
La estatua de aire apretada en sus alas abiertas
Profunda, profunda la despiadada beneficencia del silencio
Luces que parpadean desde la otra orilla
Mientras tambaleas en tu propia ola, soplo del océano
Bello y etéreo este vértigo –cuidado, ¡te vas a caer!
No te fijes en mí… Para mí eso es mi lugar: el tambaleo, el exquisito vértigo

Así que cada noche tengo un poco de dolor de cabeza, náusea A menudo voy a la farmacia de enfrente por alguna aspirina Otras veces me da pereza y me quedo con mi dolor de cabeza Escuchando el hueco ruido de las tuberías

O preparo café, y, distraída, siempre preparo dos tazas –¿quién tomaría el segundo? Tiene gracia…
Lo dejo sobre el alféizar y se enfría
O a veces tomo el segundo también
Mirando por la ventana la bombilla verde de la farmacia
Como la luz verde de un tren silencioso que viene a llevarme con mis pañuelos, mis zapatos malgastados, mi bolso negro, mis poemas…
pero sin maletas – ¿para qué las necesitas? Déjame ir contigo

Ah, ¿te vas? Buenas noches. No, yo no voy. Buenas noches. Yo voy a salir más tarde. Gracias.
Es que, por fin, tengo que salir de esta casa machacada
Tengo que ver la ciudad un rato
No, no la luna, la ciudad con sus manos marcadas de callos
La ciudad asalariada, la ciudad que jura por sus puños y su pan
La ciudad que nos lleva sobre sus espaldas, soportándonos a todos nosotros
Con nuestras pequeñeces, nuestras maldades, nuestras enemistades
Nuestras ambiciones, nuestra ignorancia, y nuestra vejez… Tengo que escuchar los grandes pasos de la ciudad
Y que deje ya de escuchar los tuyos, los del Dios, y los míos. Buenas noches.

(El salón se está oscureciendo. Parece que alguna nube habrá cubierto la luna. De repente, como si una mano hubiera subido el volumen de la radio del bar del barrio, se escucha un tema musical muy conocido. Entonces me doy cuenta de que toda esta escena la acompañaba sotto voce la sonata de claro de luna, solamente el primer movimiento.
El joven estará bajando la calle, con una sonrisa preñada de ironía y compasión en sus cincelados labios, y sintiéndose liberado. Cuando llegue a la iglesia, antes de bajar por la escalera de mármol, se echará a reír –su risa fuerte, imparable no sonará para nada inadecuada bajo la luna. Que no suene para nada inadecuada es quizás lo único que sea inadecuado. Dentro de poco el joven se callará, se pondrá serio y dirá: “La decadencia de una época”. Así, completamente tranquilo, desabrochará su camisa y continuará su camino.
En cuanto a la mujer, no sé si al final salió. La luz de luna brilla otra vez. Y en las esquinas de la habitación las sombras se ahogan en un insoportable, desgarrador arrepentimiento, casi un furor, no tanto por la vida, pero sí por esa inútil confesión… Escuchad, la radio sigue sonando…)
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Detrás del olvido

Lo único sólido que de él quedó fue su chaqueta.
La colgaron allí, en el armario grande. Fue olvidada.
Se pegó al fondo, detrás de nuestras ropas de verano, de invierno,
- nuevas cada año, para nuestras necesidades nuevas -. Hasta que,
un día, llamó nuestra atención - puede que por su color extraño,
puede que por su anticuado corte -. Sobre sus botones
había tres imágenes, iguales y redondas:
el muro del fusilamiento, con cuatro agujeros,
y alrededor, nuestro remordimiento.

Texto y traducciones del original griego por Juan Ruiz de Torres.
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Blancura

Puso la mano sobre la página
para no ver la hoja blanca.
Y vio encima su mano desnuda.
Entonces,
cerró también los ojos, y escucho
trepar en él, amortajada,
la tenebrosa, la indescriptible blancura.

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