Yo leo a los maestros

domingo, 11 de octubre de 2020

Louise Glück (1943 - ) Estados Unidos


 El espino


Al lado tuyo, pero no

de tu mano: así te miro

andar por el jardín

de verano: las cosas

que no pueden moverse

aprenden a mirar. No necesito

perseguirte a través

del jardín; en cualquier parte

los humanos dejan

señal de lo que sienten, flores

esparcidas en el polvo del camino, todas

blancas y doradas, algunas

levemente alzadas

por el viento de la tarde. No necesito

seguirte adonde estás ahora,

hundido en la ponzoña de este campo, para

saber la causa de tu huida, de tu humana

pasión, de tu rabia: ¿por qué otra cosa

dejarías caer todo aquello

que has acumulado?

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Puesta de sol


En el mismo instante en que se pone el sol,

un granjero quema hojas secas.

No es nada, este fuego.

Es cosa pequeña, controlada,

como una familia gobernada por un dictador.


Aun así, cuando arde, el granjero desaparece;

es invisible desde el camino.


Comparados con el sol, aquí todos los fuegos

son breves, cosa de aficionados;

se acaban cuando se consumen las hojas.

Entonces reaparece el granjero, rastrillando cenizas.


Pero la muerte es real.


Como si el sol hubiera terminado lo que vino a hacer,

hubiera hecho crecer el campo y entonces

hubiera inspirado la quema de la tierra.


Así que ahora puede ponerse.

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El iris salvaje


Al final del sufrimiento

me esperaba una puerta.


Escúchame bien: lo que llamas muerte

lo recuerdo.


Allá arriba, ruidos, ramas de un pino vacilante.

Y luego nada. El débil sol

temblando sobre la seca superficie.


Terrible sobrevivir

como conciencia,

sepultada en tierra oscura.


Luego todo se acaba: aquello que temías,

ser un alma y no poder hablar,

termina abruptamente. La tierra rígida

se inclina un poco, y lo que tomé por aves

se hunde como flechas en bajos arbustos.


Tú que no recuerdas

el paso de otro mundo, te digo

podría volver a hablar: lo que vuelve

del olvido vuelve

para encontrar una voz:


del centro de mi vida brotó

un fresco manantial, sombras azules

y profundas en celeste aguamarina.

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Crepúsculo 


Trabaja todo el día en el molino del primo, 

así que al llegar a casa, en la noche, 

siempre se sienta junto a la ventana, 

observa ese momento del día, el crepúsculo. 

Debería haber más tiempo así, para sentarse y soñar. 

Es como dice su primo: 

Vivir-vivir te impide sentarte. 


En la ventana, no el mundo, sino un paisaje enmarcado 

que representa el mundo. Las estaciones cambian, 

cada una visible apenas unas horas al día. 

Cosas verdes seguidas por cosas doradas seguidas por blancura, 

abstracciones de las que provienen placeres intensos, 

como higos en la mesa. 


Al atardecer, el sol cae entre dos álamos, en una bruma de fuego rojo. 

Cae tarde en el verano, a veces cuesta mantenerse despierto. 


Entonces todo se desmorona. 

Por un rato más, el mundo 

es algo que ver, luego solo algo que escuchar, 

grillos, cigarras. 

O algo que oler, a veces, aroma de limoneros, de naranjos. 

Entonces el sueño también roba esto. 


Pero es fácil renunciar a las cosas así, experimentalmente 

por una cuestión de horas. 


Abro mis dedos, 

dejo que todo se vaya. 


Mundo visual, lenguaje, 

susurro de hojas en la noche 

el olor de la hierba alta, de las fogatas. 


Lo dejo ir. Entonces enciendo la vela. 

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Las siete edades


En mi primer sueño el mundo parecía

lo salado, lo amargo, lo prohibido, lo dulce

En mi segundo sueño descendía,


era humana, no veía nada de nada

bestia como soy


debía tocarlo, contenerlo


me escondí en la arboleda,

trabajé en los campos hasta que quedaron yermos


un tiempo

que nunca volverá-

el trigo seco en gravillas, cajones

de higos y aceitunas


Hasta amé alguna vez, a mi manera

repugnante, humana


y como todo el mundo llamé a ese logro

libertad erótica,

por absurdo que parezca


El trigo cosechado, almacenado; seca

la última fruta: el tiempo

que se acumula, sin usar,

¿también termina?

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La terquedad de Penélope


Un pájaro llega a la ventana. 

Es un error 

considerarlos solamente pájaros, 

muy a menudo son mensajeros. 

Por eso, una vez se precipitan sobre el alfeizar, 

se quedan perfectamente quietos, 

para burlarse de la paciencia, 

alzando la cabeza para cantar

pobrecita, pobrecita, 

un aviso de cuatro notas, para volar luego

del alfeizar al olivar como una nube oscura.

¿Pero quién enviaría a una criatura tan liviana

a juzgar mi vida? 

Tengo ideas profundas y mi memoria es larga; 

¿por qué iba a envidiar esa libertad

cuando tengo humanidad? 

Aquellos que tienen el corazón más diminuto 

son dueños de la mayor libertad.

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Un mito sobre la inocencia 


Un verano sale al campo, como de costumbre,

se para un momento en el estanque donde suele

mirarse para ver si detecta algún cambio.

Ve a la misma persona, la túnica horrible

de su condición de hija aún sobre sus hombros.


En el agua el sol parece estar al lado.

Ella piensa: Otra vez mi tío que me espía.

Todo en la naturaleza es, de algún modo, su pariente.

Piensa: Nunca estoy sola

y hace del pensamiento una plegaria.

La muerte viene así, como respuesta a una plegaria.


Nadie puede ya entender lo hermoso que él era.

Perséfone sí lo recuerda, y que él la abrazaba allí,

delante de su tío.

Recuerda el reflejo del sol en sus brazos desnudos.


Eso es lo último que recuerda claramente.

Después el dios oscuro se la llevó.


Recuerda también, de un modo menos claro,

la terrible intuición de que ya jamás podría

vivir sin él.

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Los niños ahogados


Ya ves, no tienen juicio.

Es natural entonces que se ahoguen.

Primero el hielo los atrapa.

Después, todo el invierno, sus bufandas

flotan, mientras se hunden, tras de ellos,

hasta que se quedan inmóviles.

Y el estanque los alza con sus muchos

oscuros brazos.


A ellos sin embargo debe serles la muerte

distinta, tan cercanos al origen.

Como si siempre hubieran sido

ciegos, livianos. Lo que sigue

es entonces como un sueño: la lámpara,

el mantel blanco que cubría la mesa,

sus cuerpos.


Oyen empero por sobre el estanque,

como señuelos, sus nombres:

Qué esperas, ven a casa,

a tu casa, perdida

en las aguas, azul y permanente.

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Poema


Temprano en la tarde, como ahora,

él se inclina sobre su mesa y escribe.

Luego alza la cabeza despacio.

Una mujer aparece, trayendo rosas.

Su rostro, en el espejo, flota marcado

por los rayos verdes de los tallos.


Es una forma de sufrimiento: entonces

siempre la página transparente alzada

a la ventana hasta que sus venas emergen

como palabras al fin llenas de tinta.


Y se supone que yo debo entender

lo que los une a ellos y a la casa

firmemente asentada en el crepúsculo


porque yo debo entrar en sus vidas:

es primavera, el peral está diáfano

de flores delicadas y blancas.

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 El miedo de la sepultura


De mañana, en el campo deshabitado,

el cuerpo espera que lo reclamen.

Junto a él el espíritu, sentado en una piedra:

nada viene a prestarle de nuevo forma.


Piensa en la soledad del cuerpo.

Vagando por el campo de noche

y con su sombra en torno.

Ciertamente una larga jornada.


Y, remotas, parpadeantes, las luces de la villa.

Qué lejanas parecen

las puertas. Y la leche y el pan

gravemente dejados en la mesa.

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Amor bajo la luz de la luna


A veces un hombre o una mujer imponen su desesperación

a otra persona, a eso lo llaman

alternativamente desnudar el corazón, o desnudar el alma.

(Lo que significa que para entonces adquirieron una.)

Afuera, la tarde de verano, todo un mundo

arrojado a la luna: grupos de formas plateadas

que podrían ser árboles o edificios, el angosto jardín

donde el gato se esconde para revolcarse en el polvo,

la rosa, la coreopsis y, en la oscuridad, la cúpula dorada del capitolio

transformada en aleación de luz de luna,

forma sin detalle, el mito, el arquetipo, el alma

llena de ese fuego que en realidad es luz de luna,

tomada de otra fuente, y brilla

unos instantes, como brilla la luna: piedra o no,

la luna sigue estando más que viva.

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Malahierba


Algo

llega al mundo sin ser bienvenido

y llama al desorden, al desorden.


Si tanto me odias

no te molestes en buscar

un nombre para mí: ¿necesitas

acaso un desdoro más

en tu lenguaje, otra

manera de culpar

a la tribu por todo?


Ambos lo sabemos,

si adoras a un dios, necesitas

sólo un enemigo.


Yo no soy el enemigo.

Sólo soy una treta para ignorar

lo que ves que sucede

aquí mismo en esta cama,

un pequeño paradigma

del fracaso. Una de tus preciosas flores

muere aquí casi a diario

y no podrás descansar

hasta enfrentarte a la causa, es decir,

a todo lo que queda,

a todo aquello que es más fuerte

que tu pasión personal.


No estaba escrito

permanecer para siempre en este mundo.

Pero por qué admitirlo, si puedes seguir

haciendo lo de siempre,

lamentándote y culpando,

las dos cosas a la vez.


No necesito que me alabes

para sobrevivir. Llegué aquí primero,

antes que tú, antes

de que sembraras un jardín.

y estaré aquí cuando el sol y la luna

se hayan ido, y el mar, y el campo extenso.


Y yo conformaré el campo.