Yo leo a los maestros

lunes, 30 de septiembre de 2019

Carl Sandburg (1878 - 1967) Estados Unidos


Chicago

      Carnicero para el mundo entero,
      fabricante de herramientas, almacenador de
      trigo,
      niño que juega con trenes, repartidor de
      mercancías por toda la nación;
      tormentosa, malencarada, bravucona,
      ciudad de espaldares capaces:

Me dicen que eres perversa y yo lo creo, pues he visto a tus mujeres maquilladas bajo las farolas, las he visto engatusar a los muchachos.
Y me dicen que eres pérfida y respondo: sí, es cierto, he visto al pistolero matar y salir libre para matar de nuevo.
Y me dicen que eres brutal y mi respuesta es ésta: en las caras de mujeres y niños he visto las huellas del hambre atroz.
Y luego de responder así vuelvo una vez más a quienes se mofan de ésta, mi ciudad, y les devuelvo la mofa y les digo entonces:
venid y mostradme otra ciudad llena de habitantes con la cabeza bien alta, que canten con tanto orgullo por estar vivos, curtidos, por ser fuertes y astutos.
Arrojando imantadas maldiciones en medio de la faena de los empleos que se amontonan uno a uno, he ahí un buen pegador alto y osado, recortado sobre las ciudades pequeñas y blandas;
feroz como un perro cuya lengua se relame de cara a la acción, astuto cual salvaje arrinconado en zonas agrestes, inexploradas,
      sin cubrirse la cabeza,
      palada tras palada,
      destrozándolo todo,
      planeándolo,
      construyendo, rompiendo, reconstruyendo,
bajo el humo, la polvareda en toda la boca, riéndose con sus blancos dientes,
bajo la terrible carga de un destino que se ríe como sólo ríen los jóvenes,
riéndose como un combatiente ignorante que jamás haya perdido una batalla,
alardeando y riendo, seguro de que bajo su antebrazo late el pulso, y bajo sus costillas el corazón de las gentes, ¡riendo sin parar!
Ríe con la risa tormentosa, malencarada, jactanciosa de la Juventud misma, semidesnudo, sudoroso, orgulloso de ser el carnicero, el fabricante de herramientas, el que almacena el trigo, juega con los trenes y reparte los mercancías por toda la nación.
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Asesinos

A vosotros canto
con voz queda, como la del hombre que habla con su hijo
muerto;
con la dureza de un hombre esposado,
sujeto allí donde no puede moverse.

Bajo el sol
hay dieciséis millones de hombres
elegidos por sus dientes brillantes,
su buena vista, sus piernas duras
y porque corre en sus muñecas la sangre caliente y joven.

Y un jugo rojo corre por la verde hierba;
y un jugo rojo empapa la oscura tierra.
y los dieciséis millones asesinan…y asesinan y asesinan.

Nunca los olvido, ni de noche ni de día:
me golpean la cabeza para que los recuerde,
me baten el corazón y yo les devuelvo el grito
y grito a sus hogares y mujeres, a sus sueños y juegos.

Despierto en plena noche y me llega el olor de las trincheras
y escucho la leve agitación de los que duermen en hilera…
Dieciséis millones de durmientes y piquetes a oscuras:
algunos ya durmientes para siempre,

algunos a punto de dormir mañana, dando tumbos, para siempre,
clavados tras la estela de la pena negra del mundo,
comiendo y bebiendo, empeñados en la faena… en un
largo trabajo de asesinos.
Dieciséis millones de hombres
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Bajo el ala de un sombrero

Mientras el murmullo y las prisas
de los pasos que de largo pasan
resuena en mi oído como las olas inquietas
de un mar que azota el viento,
vino a mí un alma
asomada a la mirada de un rostro.

Ojos como un lago
donde ruge un viento de tormenta
me sorprendieron bajo
el ala de un sombrero.
            Pensé en un naufragio en alta mar,
            los dedos magullados y aferrados
            a la puerta desvencijada del comedor.
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Listo para matar

Diez minutos llevo mirándolo.
Por aquí he pasado antes muchas veces y me ha extrañado.
He aquí un monumento en bronce, recuerdo de un famoso
            general
a caballo, con la bandera y la espada y revólver en mano.
Cuánto me gustaría hacer añicos todo ese catafalco,
            reducirlo a un montón de escombros, que se lo
            lleven a la chatarrería.
Te lo diré con toda claridad:
luego de que el granjero, el minero, el tendero, el obrero,
            el bombero y el camionero
hayan sido recordados en sus monumentos de bronce,
dándoles la forma del trabajo de conseguirnos a todos,
algo que comer, algo que vestir,
cuando apilen unas cuantas siluetas
                     recortadas contra el cielo
                     aquí en el parque,
y rememoren a los auténticos forzudos que hacen el trabajo
              del mundo, que dan de comer a la gente en vez de
              aniquilarla,
entonces, a lo mejor sí que me plantaré aquí
a contemplar con tranquilidad a este general del ejército
              que enarbola su bandera al viento
y cabalga como un demonio en su montura,
listo para matar a todo el que se le ponga por delante,
listo para que corra la sangre roja por la hierba nueva y
              tierna de la pradera, y que la empapen las entrañas
              de los hombres.
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Bajo la luna de agosto

Bajo la luna de agosto
las suaves gotas de plata
caen, resplandecientes,
sobre jardines nocturnos;
y la muerte, burlona gris,
viene susurrándote
como una bella amiga
que te recuerda.

Bajo las rosas del verano
el fragante carmesí se oculta
durante el crepúsculo,
entre hojas silvestres
coloradas; y el amor,
con manos pequeñitas,
viene a tocarte
con miles de recuerdos
y te plantea preguntas bellas
que no tienen respuesta.
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Negro

Soy el negro.
El que canta canciones,
el que baila...
con más suavidad que el algodón...
con más dureza que la tierra oscura,
los caminos apisonados por el sol,
por los pies descalzos de los esclavos...
espumarajos entre los dientes... estridentes carcajadas...
amor rojo por la sangre de la mujer,
amor blanco por los negritos que trastabillan...
amor perezoso por el tañer del banjo...
sudoroso, obligado al jornal de la siega,
altas risotadas con las manos como dos jamones,
endurecidos los puños con el mango,
la sonrisa de los sueños, la duermevela en las junglas de
     antaño,
loco como el sol y el rocío y el goteo, como la poderosa
     vida en la jungla,
meditabundo, triste, farfullando los recuerdos de los
     grilletes:
                    soy el negro.
                    Mírame.
                    Soy el negro.
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Calles demasiado viejas

Caminé por las calles de una vieja ciudad, y eran flacas las calles como gargantas de pescados duros del mar, salados y guardados en barriles por muchos años.

     ¡Qué viejas, qué viejas, qué viejas somos!—seguían diciendo las paredes, arrimadas unas a otras como mujeres viejas del pueblo, como viejas comadres que están cansadas y que hacen lo indispensable.

     Lo más grande que la ciudad podía ofrecerme a mí, un forastero, eran las estatuas de los reyes, en cada esquina bronces de reyes, viejos reyes barbudos que escribían libros y hablaban del amor de Dios para todos los pueblos, y reyes jóvenes que atravesaron con ejércitos las fronteras, rompiendo la cabeza de los contrarios y agrandando sus reinos.

     Lo más extraño de todo para mí, un extraño en esta vieja ciudad, era el ruido del viento que serpeaba en las axilas y en los dedos de los reyes de bronce: ¿No hay evasión? ¿Esto durará para siempre?

     Temprano, en una racha de nieve, uno de los reyes gritó: “Échenme abajo, donde no me puedan mirar las comadres cansadas; tiren el bronce mío a un fuego feroz, y fúndanme en collares para niños que bailan”.
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Octubre

Procedente del verano roto
la solitaria hoja roja es un recuerdo aplastado
muriendo mientras el viento y la lluvia
lloran el balbuceo de muerte del verano.
Los tambores de la lluvia tocan una marcha fúnebre a lo largo del día
y a lo largo de la noche el viento llora en lo alto de un árbol
el dolor del corazón por la separación
y la ruina de las rosas.
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Primer linchamiento

Hubo dos Cristos en el Gólgota:
uno bebió vinagre, otro miraba.
Uno estaba en la cruz, el otro en la muchedumbre.
Uno tenía los clavos en sus manos, el otro, agarrando
                     un martillo, clavaba clavos.
Había muchos más Cristos en el Gólgota, muchos más
compañeros ladrones, muchos, muchos en la multitud
                     aullaban el equivalente judeo de: "¡Matadlo! ¡Matadlo!"
El Cristo que ellos mataron, el Cristo que no mataron,
ambos estaban en el Gólgota.

¡Piedad, piedad por estos tobillos rotos!
¡Piedad, piedad por estas muñecas dislocadas!
Los brazos de la madre son fuertes hasta el final.
Ella le sostiene y cuenta los borbotones de sangre de su corazón.

En él había el olor de los barrios bajos,
iniquidades de los barrios bajos encendían sus ojos.
Canciones de los barrios bajos se trenzaban en su voz.
Los enemigos de los barrios bajos odiaban su corazón de
                      barrio bajo.

Las hojas de un árbol de la montaña,
hojas con una girante estrella temblando en ellas,
rocas con una canción de agua, agua, encima de ellas,
halcones con un ojo fijo en la muerte, siempre, siempre,
el olor y el poder de esto estaban en sus mangas, en las
                     ventanas de su nariz, en sus palabras.

El hombre de los barrios bajos fue muerto, el hombre de
                     la montaña vive.
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Astilla

El canto del último grillo
cruza por el frío
de la primera nevada,
y así se despide de nosotros.
Esa astilla delgada que canta.
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Lo que se dirá

Lo peor que se dirá de mi ciudad es esto:
Ustedes alejaron a los niños del Sol y del rocío
y de los resplandores que jugaban sobre el pasto
bajo el magno cielo y el derroche de la lluvia.
Ustedes dejaron a los niños entre muros
para ir a trabajar, abatidos y asfixiados,
y conseguir pan o un salario;
para comer el polvo y luego morir
con un corazón vacío; y todo por la
pequeña ayuda que brinda el salario
durante algunas noches de los sábados.
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Personalidad

(Cavilaciones de un policía adscrito al Despacho
de Identificación)

Has amado a cuarenta mujeres, pero sólo tienes un
     pulgar.
Has llevado cien vidas secretas, pero sólo dejas una huella
     dactilar.
Vas por el mundo y combates en un millar de guerras y
     obtienes todos los honores del mundo, pero
     cuando regresas a tu hogar la huella de uno de los
     pulgares que te dio tu madre es la misma huella
     del pulgar que tenías en el asilo, donde tu madre
     te besó para despedirse.
Del útero revuelto del tiempo provienen millones de
     hombres, cuyos pies atestan la tierra, y se rajan el
     cuello unos a otros por un lugar donde seguir en
     pie, y entre todos ellos no hay dos huellas de
     pulgar que sean iguales.
En alguna parte debe haber un Gran Dios de los Pulgares,
     capaz de contar por dentro la historia de todo esto.
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Guerras

En las guerras de antaño, el tamborileo de los cascos y el
            rumor de pies calzados.
En las guerras nuevas, el runrún de los motores y el siseo
            de neumáticos.
En las guerras por venir, ruedas calladas y zumbido de
            cañas que aún no se han soñado en las cabezas de
            los hombres.

En las guerras de antaño, empuñar de espadas cortas y
            embates de las lanzas en los rostros.
En las guerras nuevas, armas de largo alcance y muros
            destrozados, armas que escupen metal y hombres
            que caen a decenas, a centenas.
En las guerras por venir, nuevas muertes calladas, nuevos
            lanzadores callados que aún no se han soñado en
            las cabezas de los hombres.

En las guerras de antaño, reyes que disputan y miles de
            seguidores.
En las guerras nuevas, reyes que disputan y millones de
            seguidores.
En las guerras por venir, reyes pisoteados en el polvo y
            millones de seguidores de las grandes causas, que
            aún no se han soñado en las cabezas de los
            hombres.
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Murmullos en un hospital de campaña

(Lo recogieron en el prado, donde llevaba dos días tendido bajo la
lluvia, con una esquirla de metralla en los pulmones)

Ven a mí ahora sólo con juguetes...
Una foto de una mujer que cante y tenga los ojos azules
de pie ante un seto de hortensias, amapolas, girasoles...
o un anciano al que recuerdo contar cuentos a los niños,
cuentos de días que nunca sucedieron, en ningún rincón
             del mundo...

Se acabó el hierro frío y duro de manejar,
torneado para emprender la carga.
Tráeme sólo cosas bellas, inútiles.
Sólo cosas del hogar, tocadas por la luz del atardecer, en
              la quietud...
y en la ventana, un día de verano,
el amarillo en el nuevo cuenco de la mantequilla
frente al rojo de las rosas que trepan...
y que el mundo sólo fueran juguetes.
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Opciones

Es mucho lo que te ofrecen.
            Yo, bien poco.
La luz de la luna que de noche juega con el agua de las fuentes
y esparce una monotonía embriagadora,
mujeres sonrientes, de hombros desnudos, charlas
y fuegos cruzados de amores y adulterios
y el miedo a morir
                           y el recuerdo de los pesares:
todo eso te ofrecen.
Yo en cambio vengo con
             el pan y la sal
             un empleo terrible
             y la guerra infatigable.
Ven, pues y disfruta
             del hambre
             del peligro
             y del odio.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Enrique Lihn (1929 - 1988) Chile


Porqué escribí

A Cristina y Angélica

Ahora que quizás, en un año de calma, 
piense: la poesía me sirvió para esto: 
no pude ser feliz, ello me fue negado, 
pero escribí.

Escribí: fui la víctima 
de la mendicidad y el orgullo mezclados 
y ajusticié también a unos pocos lectores; 
tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto; 
una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.

Pero escribí: tuve esta rara certeza, 
la ilusión de tener el mundo entre las manos 
—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco 
con toda su crueldad innecesaria— 
Escribí, mi escritura fue como la maleza 
de flores ácimas pero flores en fin, 
el pan de cada día de las tierras eriazas: 
una caparazón de espinas y raíces.

De la vida tomé todas estas palabras 
como un niño oropel, guijarros junto al río: 
las cosas de una magia, perfectamente inútiles 
pero que siempre vuelven a renovar su encanto.

La especie de locura con que vuela un anciano 
detrás de las palomas imitándolas 
me fue dada en lugar de servir para algo. 
Me condené escribiendo a que todos dudarán 
de mi existencia real, 
(días de mi escritura, solar del extranjero). 
Todos los que sirvieron y los que fueron servidos 
digo que pasarán porque escribí 
y hacerlo significa trabajar con la muerte 
codo a codo, robarle unos cuantos secretos. 
En su origen el río es una veta de agua 
—allí, por un momento, siquiera, en esa altura— 
luego, al final, un mar que nadie ve 
de los que están braceándose la vida. 
Porque escribí fui un odio vergonzante, 
pero el mar forma parte de mi escritura misma: 
línea de la rompiente en que un verso se espuma 
yo puedo reiterar la poesía.

Estuve enfermo, sin lugar a dudas 
y no sólo de insomnio, 
también de ideas fijas que me hicieron leer 
con obscena atención a unos cuantos psicólogos, 
pero escribí y el crimen fue menor, 
lo pagué verso a verso hasta escribirlo, 
porque de la palabra que se ajusta al abismo 
surge un poco de oscura inteligencia 
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.

Porque escribí no estuve en casa del verdugo 
ni me dejé llevar por el amor a Dios 
ni acepté que los hombres fueran dioses 
ni me hice desear como escribiente 
ni la pobreza me pareció atroz 
ni el poder una cosa deseable 
ni me lavé ni me ensucié las manos 
ni fueron vírgenes mis mejores amigas 
ni tuve como amigo a un fariseo 
ni a pesar de la cólera 
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta, 
porque escribí porque escribí estoy vivo
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Caleta

En esta aldea blanca de oscuros pescadores
el amor vive a dos pasos del odio
y la ternura, muerta, se refugia en el sueño
que agranda la mirada del loco del villorrio.

Amanecer: el mar se duerme bajo el sol
como un gigante ebrio después de una batalla;
alguien perdió la vida, anoche, entre sus manos
enguantadas de blanco, más crueles que la nieve.
Pero los compañeros del caído volvieron
en sus valvas ahítas de sangrienta semilla
y extienden en la arena sus trofeos agónicos.

Mediodía: a la mesa se sientan los tatuados
y sus mujeres les guardan las espaldas
atentas al peligro de sus gestos que ordenan
otro vaso de vino
más loco cada vez.
Luego, la guerra a vida entre los sexos
y los gañanes bajan a la playa
como a una amante más que escarnecieran
a remar en un sueño furioso de borrachos.
Varadero del sol herido a cielo
en la linea de fuego de las olas.

Es hora de ir al mar a capturar sus pájaros
si una riña de hombres, de perros o de gallos
no retiene en la orilla la jauría de barcas.

La noche trae un poco de alma a la caleta:
un poco de agua dulce que en los ojos del loco
se enturbia en el olvido de sí misma.
Alguien que no he podido olvidar se me agranda
corno la ola a un mar preso de luna
y golpea mi cara por dentro hasta cegarme.
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 Cementerio de Punta Arenas

Ni aun la muerte pudo igualar a estos hombres
que dan su nombre en lápidas distintas
o lo gritan al viento del sol que se los borra:
otro poco de polvo para una nueva ráfaga.
Reina aquí, junto al mar que iguala al mármol,
entre esta doble fila de obsequiosos cipreses
la paz, pero una paz que lucha por trizarse,
romper en mil pedazos los pergaminos fúnebres
para asomar la cara de una antigua soberbia
y reírse del polvo.

Por construirse estaba esta ciudad cuando alzaron
sus hijos primogénitos otra ciudad desierta
y uno a uno ocuparon, a fondo, su lugar
como si aún pudieran disputárselo.
Cada uno en lo suyo para siempre, esperando,
tendidos los manteles, a sus hijos y nietos.
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 Elegía a Carlos de Rokha 

No hubo dolor en el momento justo
de oír sobre tu muerte. Fue como si tú mismo la hubieras anunciado en uno de esos absurdos llamados telefónicos que solías hacer a tus amigos:
una broma sangrienta.
Y la inocencia que, a esas horas, se volvía irritante, la cigarra de una voz chirriando
en la paja seca del día. No hubo dolor
pero sí, Carlos, la inmediata certeza
de que contigo se eclipsaba la noche
sobre el desierto de un día estable y es como si cayera
un poco de ceniza del cielo sobre tierras eriáceas.

Me he llamado a lo real. Pero qué peso insoportable
tendría ahora un guijarro sobre la palma de la mano. Todas, todas estas pobres historias
diurnas no son sino desgarradoras. Aquí, también, esta visión confusa y demasiado nítida de caras conocidas.
Si la vida no es más que una locura
lo que importan son los sueños y aún el delirio, la mentira piadosa
de las palabras en libertad arrojadas
al millar de los vientos nocturnos,
como en tu poesía: la oscuridad vidente:
palabras como brasas, balbuceos del fuego.
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Estación terminal

Esta será ya lo veo tu última imagen:
nuestra despedida en el poema en la estación terminal.
No sé por dónde empezarla para que no se me escape nada, y las gentes las cosas apelotonadas aquí tienen algo de
agobiadoramente comparable a los restos que se enfrían
frases enteras o adjetivos de una pequeña obra maestra
sobre la cual pesara, hasta perderla, esta impaciencia,
nuestro cansancio mi inarticulación la ferocidad del egoísmo
por el cual cuando me empiezan a doler los pies prefiero la cama a cualquier otra cosa incluyendo a la poesía que voy a decirlo todo esta noche eres tú,
y, entretanto, no insistas en que un gordinflón de cuarenta años
duerma apoyado en tu hombro, para retenerlo otro poco.
A la estación le sobran escenas como éstas,
la cara triste de la revolución
que me sonría por la tuya
con algo de una máscara de hojas de tabaco pequeña obra maestra de la noche te improvisas
una moral una paciencia y hasta lo que llamas tu amor, nada podría de todo eso
brotar en esta tierra caliente removida por los huracanes
sobre la que pasa y repasa este mundo con sus pies,
y se acumulan los restos a la espera de mis adjetivos, obscenos bultos un mar de papeles, etc.,
algo, en fin, como para renunciar a este tipo de viajes.

Me parece llegar a la edad más ingrata,
me parece recordar el momento presente:
no eres tú la muchacha que conocí hace un año
ni te marchaste en circunstancias que prefiero olvidar.
Por el contrario, ¿no hicimos el amor?
Una y mil veces, se diría, y para el caso es lo mismo:
te reemplazaron hasta en eso como una sombra borrara a otra,
y tu virginidad: el colmo del absurdo
no te defiende ahora de parecer agotada.
En realidad recuerdo que nos despedimos aquí,
pero no puedo precisar, con este sueño, cómo ocurrió la despedida,
en qué sentido tus manos me revuelven el pelo
y yo arrastro tu equipaje una caja de latón
o me insinúas que te regale un pullover.
A los ojos de la gente que no distingo de mis ojos
sino para mirarles desde una especie de ultratumba
somos una pareja un poco desafiante
y acostumbrada a esto en su Estación Terminal

un blanco y una negra
contra la que, en cualquier momento, alguien arroja una
sonrisa estúpida
el comienzo de una pedrada
La cara triste de la revolución
y yo la tomo entre mis manos de egoísta consumado
Tanto como los párpados me pesan quienes se sientan en el suelo
a esperar una guagua hasta la hora del juicio
en que el viejo carcamal logra ponerse en movimiento
y los riegue lentamente por el interior de la República.
Tu última imagen quizá con tus yollitos en el pelo,
esta falta de sentimientos profundos en que me encuentro
parecida a la pobreza por la que en cambio tú
no sientes nada o bien una despreocupada afinidad,
la risa de juntar unos medios con tus alumnos,
el espejo que se guarda debajo de la almohada para soñar con quién se quiera
y tus visitas a la abandonada
que por penas de amor se llena de hijos.
Ya no estoy en edad de soportarme en este trance
ni los bolsillos vacíos ni la efusión sentimental son cosas de mi agrado,
hasta leyendo mis propios versos más o menos románticos bostezo
y se me dormiría la mano si tuviera que escribirlos.
Cuántos años aquí, pero, en fin, tú eres joven:
“de otro, serás de otro como antes de mis besos”.
Yo prefiero al lirismo la observación exacta
el problema de lengua que me planteas y que no logro resolver te escribiré.
La Estación Terminal un libro abierto perezosamente en que las frases ondulan
como si mis ojos fueran un paraje de turistas desacostumbrados a estos inconvenientes,
nada que se parezca a una mancha gloriosa,
ya lo dije, de vez en cuando, una observación estúpida:
piedrecillas que se desprenden de este yacimiento humano,
incongruentes, con el saludo de Ho Chi Min transmitido por los altoparlantes institutrices de esas que no dejan en paz a los niños a ninguna hora de la noche,
y sin embargo, tú duermes con tranquilidad
capaz de todas las consignas, pero con una reserva al buen humor
quizá la clave de todo esto
un primer verso que pone al poema en movimiento como por obra de magia.
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La vejez de Narciso 

Me miro en el espejo y no veo mi rostro
He desaparecido: el espejo es mi rostro.
Me he desaparecido;
porque de tanto verme en este espejo roto
he perdido el sentido de mi rostro
o, de tanto contarlo, se me ha vuelto infinito
o la nada que en él, como en todas las cosas,
se ocultaba, lo oculta,
la nada que está en todo, como el sol en la noche,
y soy mi propia ausencia frente a un espejo roto.
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Seis soledades

                    1
La soledad sin pausa de la que otros beben a la hora del cocktail
no es mi vaso es mi tumba, me la llevo a los labios,
braceo en ella hasta perderme de vista
entre su oleaje mórbido.
La soledad no es mi canario es mi monstruo
como si cohabitara con un asilo de locos.

                    2
Virgen, sería falso si no te lo dijera:
un corazón se come o se rechaza,
no es ni un jarrón con flores ni un poema.
Cerca estuviste, cerca de alcanzarme
pero te faltó el cuerpo.
Mi corazón no puedo dejarlo en tu cajita
junto con los aretes y las fotografías.
Ya te regalarán uno mejor.

                    3
En pie de guerra todo, menos yo.
Ama de casa en pie de guerra
contra la rata que la invade,
niños en pie de su futuro, con una guerra por delante,
hombres al pie del pie de guerra con sus insignias y proclamas.
Menos yo en pie de qué,
en pie de poesía, en pie de nada.

                    4
Vivir del otro lado de la mujer
me refiero a esta especie de suicidio
borde de la locura,
y, por una razón u otra, pasa el tiempo
como diría el poeta, sin ella.
Aquí en esta ciudad, en un panal de vidrio,
en mi celdilla hermética
robo a la angustia horas de mi razón, muriéndome
en el trabajo estéril del poeta,
en su impotencia laboriosa.
Sin mujer, con espanto,
laborioso.

                    5
Junto a una virgen que me da a beber
de su dulzura hasta el enervamiento,
frutos de cera, tropicales:
el amor casi a imagen
y semejanza de lo que sería,
pero muñeco, en realidad, parlante,
y un peligroso juego
de no inflamarse en frutos verdaderos.
Castigo: la impotencia, los errores sexuales,
la tristeza, el deseo de morir.

                    6
Las mujeres
imbuidas de todo lo que existe
bueno o malo, no importa.
Grandes esponjas acomodaticias.
Ellas que son mi gran resentimiento,
mi secreción de rencorosas glándulas,
mi pan, mi soledad de cada día.
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Si se ha de escribir correctamente poesía...

Si se ha de escribir correctamente poesía
no basta con sentirse desfallecer en el jardín
bajo el peso concertado del alma o lo que fuere
y del célebre crepúsculo o lo que fuere.
El corazón es pobre de vocabulario.
Su laberinto: un juego para atrasados mentales
en que da risa verlo moverse como un buey
un lector integral de novelas por entrega.
Desde el momento en que coge el violín
ni siquiera el Vals triste de Sibelius
permanece en la sala que se llena de tango.

Salvo las honrosas excepciones las poetisas uruguayas
todavía confunden la poesía con el baile
en una mórbida quinta de recreo,
o la confunden con el sexo o la confunden con la muerte.

Si se ha de escribir correctamente poesía
en cualquier caso hay que tomarlo con calma.
Lo primero de todo: sentarse y madurar.
El odio prematuro a la literatura
puede ser de utilidad para no pasar en el ejército
por maricón, pero el mismo Rimbaud
que probó que la odiaba fue un ratón de biblioteca,
y esa náusea gloriosa le vino de roerla.

Se juega al ajedrez
con las palabras hasta para aullar.
Equilibrio inestable de la tinta y la sangre
que debes mantener de un verso a otro
so pena de romperte los papeles del alma.
Muerte, locura y sueño son otras tantas piezas
de marfil y de cuerno o lo que fuere;
lo importante es moverlas en el jardín a cuadros
de manera que el peón que baila con la reina
no le perdone el menor paso en falso.

Quienes insisten en llamar a las cosas por sus nombres
como si fueran claras y sencillas
las llenan simplemente de nuevos ornamentos.
No las expresan, giran en torno al diccionario,
inutilizan más y más el lenguaje,
las llaman por sus nombres y ellas responden por sus
nombres
pero se nos desnudan en los parajes oscuros.
Discursos, oraciones, juegos de sobremesa,
todas estas cositas por las que vamos tirando.

Si se ha de escribir correctamente poesía
no estaría de más bajar un poco el tono
sin adoptar por ello un silencio monolítico
ni decidirse por la murmuración.
Es un pez o algo así lo que esperamos pescar,
algo de vida, rápido, que se confunde con la sombra
y no la sombra misma ni el Leviatán entero.
Es algo que merezca recordarse
por alguna razón parecida a la nada
pero que no es la nada ni el Leviatán entero,
ni exactamente un zapato ni una dentadura postiza.
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Destiempo

Nuestro entusiasmo alentaba a estos días que corren
entre la multitud de la igualdad de los días.
Nuestra debilidad cifraba en ellos
nuestra última esperanza.
Pensábamos y el tiempo que no tendría precio
se nos iba pasando pobremente
y estos son, pues, los años venideros.

Todo lo íbamos a resolver ahora.
Teníamos la vida por delante.
Lo mejor era no precipitarse.
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Market Place

Cirios inmensos para siempre encendidos,
surtidores de piedra, torres de esta ciudad
en la que, para siempre, estoy de paso
como la muerte misma: poeta y extranjero;
maravilloso barco de piedra en que atalayan
los reyes y las gárgolas mi oscura existencia.
Los viejos tejedores de Europa todos juntos
beben, cantan y bailan sólo para sí mismos.
La noche únicamente, no cambia de lugar,
en el barco lo saben los vigías nocturnos
de rostros mutilados. Ni aun la piedra escapa
-igual en todas partes- al paso de la noche.
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Monólogo de un padre con su hijo de meses

Nada se pierde con vivir, ensaya:
aquí tienes un cuerpo a tu medida
Lo hemos hecho en sombra por amor a las artes de la carne
pero también en serio
pensando en tu visita como en un nuevo juego gozoso y doloroso;
por amor a la vida, por temor a la muerte y a la vida,
por amor a la muerte
para ti o para nadie.

Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta como a nosotros este doble regalo que
te hemos hecho y que nos hemos hecho.
Cierto, tan sólo un poco del vergonzante barro original,
la angustia y el placer en un grito de impotencia.
Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza del huevo,
a plena luz, ligero y jubiloso, sólo un hombre:
la fiera vieja del nacimiento, vencida por las moscas, babeante y rebosante.

Pero vive y verás el monstruo que eres con benevolencia
abrir un ojo y otro así de grandes,
encasquetarse el cielo, mirarlo todo como por adentro,
preguntarle a las cosas por sus nombres
reír con lo que ríe,
llorar con lo que llora,
tiranizar a gatos y conejos.

Nada se pierde con vivir, tenemos todo el tiempo del tiempo por delante
para ser el vacío que somos en el fondo.
Y la niñez, escucha:
no hay loco más feliz que un niño cuerdo
ni acierta el sabio como un niño loco.
Todo lo que vivimos lo vivimos ya a los diez años más intensamente;
los deseos entonces se dormían los unos en los otros.
Venía el sueño a cada instante,
el sueño que restablece en todo el perfecto desorden
a rescatarte de tu cuerpo y tu alma;
allí en ese castillo movedizo eras el rey, la reina, tus secuaces, el bufón que se ríe de sí mismo,
los pájaros, las fieras melodiosos.

Para hacer el amor allí estaba tu madre
y el amor era el beso de otro mundo en la frente,
con que se reanima a los enfermos,
una lectura a media voz,
la nostalgia de nadie y nada que nos da la música.

Pero pasan los años por los años y he aquí que eres ya un adolescente.
Bajas del monte como Zaratustra a luchar por el hombre contra el hombre:
grave misión que nadie te encomienda;
en tu familia inspiras desconfianza,
hablas de Dios en un tono sarcástico, llegas a casa al otro día, muerto.
Se dice que enamoras a una vieja, te han visto dando saltos en el aire,
prolongas tus estudios con estudios de los que se resiente tu cabeza.
No hay alegría que te alegre tanto como caer de golpe en la tristeza
ni dolor que te duela tan a fondo como el placer de vivir sin objeto.
Grave edad, hay algunos que se matan porque no pueden soportar la muerte,
quienes se entregan a una causa injusta en su sed sanguinaria de justicia.
Los que más bajo caen son los grandes,
a los pequeños les perdemos el rumbo.
En el amor se traicionan todos,
el amor es el padre de sus vicios.
Si una mujer se enternece contigo le exigirás te siga hasta la tumba,
que abandone en el acto a sus parientes,
que instale en otra parte su negocio.

Pero llega el momento fatalmente en que tu juventud te da la espalda
y por primera vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti que la persigues a salto de ojo,
inmóvil, en una silla negra.
Ha llegado el momento de hacer algo parece que te dice todo el mundo
y tú dices que sí, con la cabeza.
En plena decadencia metafísica caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,
impecablemente vestido,
con la modestia de un hombre joven que se abre paso en la vida,
dispuesto a todo.
El esquema que te hiciste de las cosas hace aire y se hunde en el cielo dejándolas a todas en su sitio.
De un tiempo a esta parte te mueves entre ellas como un pez en el agua.
Vives de lo que ganas, ganas lo que mereces, mereces lo que vives:
eres, por fin, un hombre entre los hombres.

Y así llegas a viejo como quien vuelve a su país de origen después de un viaje interminable corto de revivir, largo de relatar,
te espera en ti la muerte, tu esqueleto con los brazos abiertos,
pero tú la rechazas por un instante,
quieres mirarte larga y sucesivamente en el espejo que se pone opaco.
Apoyado en lejanos transeúntes vas y vienes de negro,
al trote, conversando contigo mismo a gritos, como un pájaro.
No hay tiempo que perder, eres el último de tu generación en apagar el sol y convertirte en polvo.

No hay tiempo que perder en este mundo embellecido por su fin tan próximo.
Se te ve en todas partes dando vueltas en torno a cualquier cosa como en éxtasis.
De tus salidas a la calle vuelves con los bolsillos llenos de tesoros absurdos: guijarros, florecillas.
Hasta que un día ya no puedes luchar a muerte con la muerte y te entregas a ella, a un sueño sin salida, más blanco cada vez, sonriendo, sollozando como un niño de pecho.

Nada se pierde con vivir, ensaya: aquí tienes un cuerpo a tu medida,
lo hemos hecho en la sombra por amor a las artes de la carne pero también en serio,
pensando en tu visita
para ti o para nadie.
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Y bien, eso era todo

Aquí tiene la vida, mírese en ella como en un espejo,
empáñela con su último suspiro.
Este es Ud. de niño, entre otros niños de su edad;
¿se reconocería a simple vista?
Le han pegado en la cara, llora a lágrima viva,
le han pegado en la cara. 

Allí están varios años después, con su abuelo
frente al primer cadáver de su vida.
Llora al viejo, parece que lo llora
pero es más bien el miedo a lo desconocido.
El vuelo de una mosca lo distrae. 

Y aquí vienen sus vicios, las pequeñas alegrías de un cuerpo
reducido a su mínima expresión, 
quince años de carne miserable;
y las virtudes, ciertamente, que luchan
con gestos más vacíos que ellas mismas.
Un gran amor, la perla de su barrio
le roba el corazón alegremente
para jugar con él a la pelota.
El seminario, entonces,
le han pegado en la cara. Ud. pone la otra;
reducido a su mínima expresión, 
pero Dios dura poco, los tiempos han cambiado
y helo aquí cometiendo una herejía.
Véase en ese trance, eso era todo:
asesinar a un muerto que le grita: no existo.
Existen Marx y el diablo. 

Recuerde, ese es Ud. a los treinta años;
no ha podido casarse
con su mujer, con la mujer de otro.
Vive en un subterráneo, en una cripta
de lo que se le ofrece, sin oficio,
esqueléticamente, como un santo.
Del otro mundo viene ciertas noches
a visitarlo el padre de su padre:
-Vuelve sobre tus pasos, hijo mio, renuncia
al paraíso rojo que te chupa la sangre.
Total, si el mundo cambia a cañonazos,
antes que nada morirán los muertos.
Piensa en ti mismo, instala tu pequeño negocio.
Todo empieza por casa. 

Mírese bien, es Ud. ese hombre
que remienda su única camisa
llorando secamente en la penumbra.
Viene de la estación, se ha ido alguien,
pero no era el amor, solo una enferma
de cierta edad, sin hijos, decidida a olvidarlo
en el momento mismo de ponerse en marcha.
Ud. se pone en su lugar. No sufre.
¿Eso era el amor? Y bien, si, era eso.
Tranquilo. Una mujer de cierta edad. Tranquilo.
Mírela bien, ¿quién era? Ya no la reconoce,
es ella, la que odia sus calcetines rotos,
la que le exige y le rechaza un hijo, 
la que finge dormir cuando Ud. llega a casa,
la que le espanta el sueño para pedirle cuentas,
la que se ríe de sus libros viejos,
la que le sirve un plato vacío, con sarcasmo,
la que amenaza con entrar de monja,
la que se eclipsa al fin entre la muchedumbre. 

Y bien, eso era todo. Véase Ud. de viejo
entre otros viejos de su edad, sentado
profundamente en una plaza pública.
Agita Ud. los pies, le tiembla un ojo,
lo evitan las palomas que comen a sus pies
el pan que Ud. les da para atraérselas.
Nadie lo reconoce, ni Ud. mismo
se reconoce cuando ve su sombra.
Lo hace llorar la música que nada le recuerda.
Vive de sus olvidos
en el abismo de una vieja casa.
¿Por qué pues no morir tranquilamente?
¿A qué viene todo esto?
Basta, cierre los ojos;
no se agite, tranquilo, basta, basta.
Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte.