Yo leo a los maestros

miércoles, 23 de julio de 2014

Jorge Teillier (1935 - 1996) Chile


Otoño secreto

Cuando las amadas palabras cotidianas
pierden su sentido
y no se puede nombrar ni el pan,
ni el agua, ni la ventana,
y ha sido falso todo díálogo que no sea
con nuestra desolada imagen,
aún se miran las destrozadas estampas
en el libro del hermano menor,
es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,
y ver que en el viejo armario conservan su alegría
el licor de guindas que preparó la abuela
y las manzanas puestas a guardar.

Cuando la forma de los árboles
ya no es sino el leve recuerdo de su forma,
una mentira inventada
por la turbia memoria del otoño,
y los días tienen la confusión
del desván a donde nadie sube
y la cruel blancura de la eternidad
hace que la luz huya de sí misma,
algo nos recuerda la verdad
que amamos antes de conocer:
las ramas se quiebran levemente,
el palomar se llena de aleteos,
el granero sueña otra vez con el sol,
encendemos para la fiesta
los pálidos candelabros del salón polvoriento
y el silencio nos revela el secreto
que no queríamos escuchar.
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La última isla

De nuevo vida y muerte se confunden
como en el patio de la casa
la entrada de las carretas
con el ruido del balde en el pozo.
De nuevo el cielo recuerda con odio
la herida del relámpago,
y los almendros no quieren pensar
en sus negras raíces.

El silencio no puede seguir siendo mi lenguaje,
pero sólo encuentro esas palabras irreales
que los muertos les dirigen a los astros y a las hormigas,
y de mi memoria desaparecen el amor y la alegría
como la luz de una jarra de agua
lanzada inútilmente contra las tinieblas.

De nuevo sólo se escucha
el crepitar inextinguible de la lluvia
que cae y cae sin saber por qué
parecida a la anciana solitaria que sigue
tejiendo y tejiendo;
y se quiere huir hacia un pueblo
donde un trompo todavía no deja de girar
esperando que yo lo recoja,
pero donde se ponen los pies
desaparecen los caminos,
y es mejor quedarse inmóvil en este cuarto
pues quizás ha llegado el término del mundo,
y la lluvia es el estéril eco de ese fin,
una canción que tratan de recordar
labios que se deshacen bajo la tierra.
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Twilight 

Todavía yace bajo el manzano
el tílburi cansado de los abuelos.
¿Quién recogerá esas manzanas
donde aún brilla un sol de otra época?
El cerco se pudre.
La oruga invade al jardín.
Alguien mira al tílburi
y apenas lo distingue
en la luz oscilante
entre la tarde y la noche.

Bodas y entierros.
Una tarde entera luchando contra el barro
cuando íbamos al pueblo recién fundado.
Un viaje de ebrios entre la susurrante penumbra
esquivando las ramas enloquecidas.
Viajamos y viajamos
aún sabiendo que todo no puede sino terminar
en una casa miserable desde donde se mira
esa luz obstinada en pelear contra la noche.

¿Quién recogerá las manzanas
donde aún puede vivir un sol de otra época?
La oruga invade el jardín.
El día no alcanza a refugiarse en la casa.
Para huir de la oscuridad sólo hay un tílburi cansado
que no se cansa de luchar contra la noche.
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Andenes

Te gusta llegar a la estación
cuando el reloj de pared tictaquea,
tictaquea en la oficina del jefe-estación.
Cuando la tarde cierra sus párpados
de viajera fatigada
y los rieles ya se pierden
bajo el hollín de la oscuridad.

Te gusta quedarte en la estación desierta
cuando no puedes abolir la memoria,
como las nubes de vapor
los contornos de las locomotoras,
y te gusta ver pasar el viento
que silba como un vagabundo
aburrido de caminar sobre los rieles.

Tictaqueo del reloj. Ves de nuevo
los pueblos cuyos nombres nunca aprendiste,
el pueblo donde querías llegar
como el niño el día de su cumpleaños
y los viajes de vuelta de vacaciones
cuando eras —para los parientes que te esperaban-
sólo un alumno fracasado con olor a cerveza.

Tictaqueo del reloj. El jefe-estación
juega un solitario. El reloj sigue diciendo
que la noche es el único tren
que puede llegar a este pueblo,
y a ti te gusta estar inmóvil escuchándolo
mientras el hollín de la oscuridad
hace desaparecer los durmientes de la vía.
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En la secreta casa de la noche

Cuando ella y yo nos ocultamos
en la secreta casa de la noche
a la hora en que los pescadores furtivos
reparan sus redes tras los matorrales,
aunque todas las estrellas cayeran
yo no tendría ningún deseo que pedirles.

Y no importa que el viento olvide mi nombre
y pase dando gritos burlones
como un campesino ebrio que vuelve de la feria,
porque ella y yo estamos ocultos
en la secreta casa de la noche.

Ella pasea por mi cuarto
como la sombra desnuda
de los manzanos en el muro,
y su cuerpo se enciende como un árbol de pascua
para una fiesta de ángeles perdidos.

El temporal del último tren
pasa remeciendo las casas de madera.
Las madres cierran todas las puertas
y los pescadores furtivos van a repletar sus redes
mientras ella y yo nos ocultamos
en la casa secreta de la noche.
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Para hablar con los muertos

Para hablar con los muertos
hay que elegir palabras
que ellos reconozcan tan fácilmente
como sus manos
reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad.
Palabras claras y tranquilas
como el agua del torrente domesticada en la copa
o las sillas ordenadas por la madre
después que se han ido los invitados.
Palabras que la noche acoja
como los pantanos a los fuegos fatuos.

Para hablar con los muertos
hay que saber esperar:
ellos son miedosos
como los primeros pasos de un niño.
Pero si tenemos paciencia
un día nos responderán
con una hoja de álamo atrapada por un espejo roto,
con una llama de súbito reanimada en la chimenea
con un regreso oscuro de pájaros
frente a la mirada de una muchacha
que aguarda inmóvil en un umbral.
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El vino derramado

Cuando las últimas casas del pueblo tienen miedo
y las calles tiemblan como mangas de camisas al viento
porque se acerca el cuchillo de la noche,
aparecen cardos que traen
los mensajes blancos de la mañana desterrada.

El silencio rodea y oculta la aldea
desde la garita del guardacruzadas
cuyo fantasma aún viene a ver si pasan trenes,
hasta la bodega que todavía sueña con carretas.
El silencio que sólo permite el agrio chirrido de las norias
y me acoge en la plaza
como a un antiguo compañero de curso.

El cielo es el espejo que se acerca
para recoger el aliento de un moribundo.
Pero un solo cardo puede vencer la noche.
Un cardo blanco que atraviesa el pueblo
esperando que alguien lo atrape.

De pronto se oyen caballos
que cruzan el puente de madera.
Hay ancianos que se despiertan para oírlos recordando las leyendas
que iluminaron el oro sombrío de los días otoñales.
Algo indecible revelan
y el vino derramado de la oscuridad
significa alegría.
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Si pudiera regresar

Si pudiera regresar,
recobrar la oscuridad
que sucedió al griterío de los invitados
cuando alguien apagó de un soplo
las velas de la torta de cumpleaños.
Saber por qué sigo soñando
con esa mañana de caza
y el ruido del disparo que volteaba las perdices
se mezcla al de un puñado de tierra
lanzado a un ataúd.

Si pudiera regresar
¿te encontraría más nítida
que en mi memoria fiel?
La manera de ponerte
una cinta en el pelo,
el tren donde subíamos,
la canción que silbabas
cuando preparaste desayuno:
«I walk alone».
Si pudiera regresar.
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Un hombre solo en una casa sola

Un hombre solo en una casa sola
no tiene deseos de encender el fuego
no tiene deseos de dormir o estar despierto
un hombre solo en un casa enferma.

No tiene deseos de encender el fuego
y no quiere oír más la palabra Futuro
el vaso de vino se ha marchitado como un magnolio
y a él no le importa estar dormido o despierto.

La escarcha ha empañado las ventanas
pero a él sólo le importa mirar la apagada chimenea
sólo le gustaría tener una copa que le contara a una vieja historia
a ese hombre solo en una casa sola.

Una historia como las que oía en su casa natal
historias que no recuerda como no recuerda que aún está vivo
ve sólo una copa vacía y una magnolia marchita
un hombre solo en una casa enferma.
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Caminatas

(Poema inédito de Jorge Teillier,
escrito durante el régimen militar que rigió Chile por 17 años).

Así caminaban el Padre y el Hijo
en los atardeceres de provincia.
Tenían mucho que decirse, pero nada que hablar
en esos atardeceres de provincia.
De la casa natal al cementerio
donde yacían amigos y parientes
era en las vacaciones del hijo
el Padre miraba sus buenas notas.
¿De qué hablaban? Me gustaría recordarlo.
Sólo me acuerdo de que los vi al anochecer
entrando a un clandestino
donde jugaban a la escoba y tomaban cerveza.
Hablaban sin palabras. Su pasos eran sílabas
que rimaban un afán de saberse ellos mismos.
El nunca dijo que lo admiraba
y él nunca lo mostró con orgullo.
Pero estuvieron juntos todas esas vacaciones
y yo acompañé sus lentos y solitarios pasos
desde la casa del Lar hasta el cementerio
y el ritual de cerveza en los clandestinos.
Nunca más los veré juntos. Estoy condenado a muerte
y ellos al exilio. ¿Qué puedo hacer si no
decir que todas las tardes vi caminar a un
Padre con su Hijo?

Tomado de Poéticas.com.ar
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El poeta de este mundo

A René-Guy Cadou (1920-1951)

Poeta de nombre claro como un guijarro en medio de la corriente,
reunías palabras que eran pedernales
de donde nace un fuego que no es olvidado.
René-Guy Cadou, amigo del tonelero, el cartero, el aduanero y el contrabandista,
vivías en una aldea de seiscientos habitantes.
Allí eras profesor rural,
el peso del olor del jardín vecino sofocaba la sala de clases
como a la sala de clases donde tu padre había sido maestro.
Te gustaba hablar con la gente de cara parecida a ollas de greda,
caminar descalzo,
ver jugar a las cartas en la taberna.
En la noche a la luz de un fuego de espino
abrías un libro mientras Helena cosía.
Tenías un poeta preferido para cada estación:
en otoño era Verlaine, la primavera te traía todas las rosas de Ronsard,
el invierno llegaba con el chirriar del carruaje del Grand Maulnés
y la estación violenta
el ruido de espadas entrechocándose en una posada de Alejandro Dumas.
Tú nunca estabas solo,
te iluminaba el recuerdo de tu padre volviendo de caza en el invierno.
Y mientras tus amigos iban al Café,
a la Brasserie Lipp o al Deux Magots,
tú subías a tu cuarto
y te enfrentabas al Rostro radiante.

En la proa de tu barco
te asomabas a ver los caminos de tu país de hadas y pantanos,
caminos trazados como las líneas de un cuaderno de copia.
Tus palabras llegaban
como pájaros que saben que siempre hay una ventana abierta
al fin del mundo.
Y los poemas se encendían como girasoles
nacidos de tu corazón profundo y secreto,
rescatados de la nostalgia,
la única realidad.

Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda,
que no significa nada sino permite a los hombres acercarse y conocerse.
La poesía debe ser una moneda cotidiana
y debe estar sobre todas las mesas
como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo.
Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los árboles,
que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados a la moda,
que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas,
ni el pobre humor de los quieren llamar la atención
con bromas de payasos pretenciosos
y que de nada sirven
los grandes discursos tartamudos de los que no tienen nada que decir.
La poesía es un respirar en paz
para que los demás respiren,
un poema
es un pan fresco,
un cesto de mimbre.
Un poema
debe ser leído por amigos desconocidos
en trenes que siempre se atrasan,
o bajo los castaños de las plazas aldeanas.

Pocos saben aquí lo que es un poema,
pocos han puesto su cara al viento en medio de un trigal;
pocos saben lo que es un poeta
y cómo debe morir un poeta.
Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera
mirando un cesto con manzanas.
"He visto morir a un príncipe"
dijo uno de tus amigos.

Y este Primero de Noviembre
cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo
y pienso en tu serena y ruda fe
que se puede comprender
como a una pequeña iglesia azul de pueblo
donde hay un párroco que no pide sino compartir su pan.
Tú hablabas con tu Dios
como al pobre hijo de un carpintero,
pues sabías que también se crucifica todos los días a un poeta.

Pero a ti no te importaba que te escupieran la cara o te olvidaran
porque como tú lo decías, nadie puede impedir a un pájaro
que cante en la más alta cima,
y el poeta derribado
es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque.
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Pequeña confesión

Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones.
Me amaron las doncellas y preferí a las putas.
Tal vez nunca debiera haber dejado
El país de techos de zinc y cercos de madera.

En medio del camino de la vida
Vago por las afueras del pueblo
Y ni siquiera aquí se oyen las carretas
Cuya música he amado desde niño.

Desperté con ganas de hacer un testamento
-ese deseo que le viene a todo el mundo-
pero preferí mirar una pistola
la única amiga que no nos abandona.

Todo lo que se diga de mí es verdadero
Y la verdad es que no me importa mucho.
Me importa soñar con caminos de barro
Y gastar mis codos en todos los mesones.

"Es mejor morir de vino que de tedio"
Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas.
Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano
Cuando se gastan los codos en los mesones.

Tal vez nunca debí salir del pueblo
Donde cualquiera puede ser mi amigo.
Donde crecen mis iniciales grabadas
En el árbol de la tumba de mi hermana.

El aire de la mañana es siempre nuevo
Y lo saludo como un viejo conocido,
Pero aunque sea un boxeador golpeado
Voy a dar mis últimas peleas.

Y con el orgullo de siempre
Digo que las amadas pueden ir de mano en mano
Pues siempre fue mío el primer vino que ofrecieron
Y yo gasto mis codos en todos los mesones.

Como de costumbre volveré a la ciudad
Escuchando un perdido rechinar de carretas
Y soñaré techos de zinc y cercos de madera
Mientras gasto mis codos en todos los mesones.
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Cuando en la tarde desaparezco en los espejos

Cuando en la tarde aparezco en los espejos
Cuando yo y la tarde queríamos unirnos
Tristemente nos despedimos
Tristemente nos hablamos en el espejo que disuelve las imágenes
Quién soy entonces
Quizás por un momento
De verdad soy yo que me encuentro

Quién soy yo sino nadie
Alguien que quisiera pasarse los días y los días
Como un solo domingo
Mirando los últimos reflejos del sol en los vidrios
Mirando a un anciano que da de comer a las palomas
Y a los evangélicos que predican el fin del mundo

Cuando en la tarde no soy nadie
Entonces las cosas me reconocen
Soy de nuevo pequeño
Soy quien debiera ser
Y la niebla borra la cara de los relojes en los campanarios.

domingo, 6 de julio de 2014

René Char (1907 - 1988) Francia


Bailemos en Baronnies

Vestida con falda de olivo
                                              la Enamorada
había dicho:
                      Cree en mi muy infantil fidelidad.
                                    Y desde entonces,
un valle abierto
                                                            una cuesta que brilla
un sendero de alianza
                               han invadido la ciudad
donde el libre dolor se halla bajo las aguas vivas

Versión de Jorge Riechmann
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Consuelo

     Por las calles de la ciudad va mi amor. Poco importa
a dónde vaya en este roto tiempo. Ya no es mi amor: el
que quiera puede hablarle. Ya no se acuerda: ¿quién en
verdad le amó?

     Mi amor busca su semejanza en la promesa de las
miradas. El espacio que recorre es mi fidelidad. Dibuja
la esperanza y en seguida la desprecia. Prevalece sin
tomar parte en ello.

     Vivo en el fondo de él como un resto de felicidad.
Sin saberlo él, mi soledad es su tesoro. Es el gran meridiano
donde se inscribe su vuelo, mi libertad lo vacía.

     Por las calles de la ciudad va mi amor. Poco importa
a dónde vaya en este roto tiempo. Ya no es mi
amor: el que quiera puede hablarle. Ya no se acuerda:
¿quién en verdad le amó y le ilumina de lejos para que
no caiga?
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El junco ingenioso

Oigo la lluvia incluso cuando no es lluvia sino noche;
Disfruto del alba incluso cuando no es alba
Sino la blancura de mi pulpa al nivel del légamo.
La boca de un niño me hiere con los dientes.
¡Amor de las aguas silenciosas!

Al majuelo el ruiseñor,
A mí los juegos fascinantes.

Versión de Jorge Riechmann
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Cuatro edades

I
El otoño para la hoja
El agua hirviendo para el cangrejo
Y el favorito el zorro
Ebrio sobre los hombros luminosos de la Actriz

Adherido al balcón naranja
Un ventisquero de rizos
Acampa en la ansiedad de mi corazón.

II
He estrangulado a mi hermano
Porque no gustaba de dormir
Con la ventana abierta
Hermana mía
Dijo antes de morir
Pasé noches enteras
Mirándote dormir
Inclinado sobre tu brillo en el cristal.

III
Apretados los puños
Rotos los dientes
Con lágrimas en los ojos
La vida
Apostrofándome empujándome y riendo a medias
Yo espiga anticipada de las siegas de agosto
Distingo en la corola del Sol
Una yegua
Me abrevo en su orina.

IV
Mi amor es triste
Porque es fiel
No interpela el olvido de los demás
No cae de la boca como un diario del bolsillo
No es flexible en la angustia que en común se arremolina
No se aísla en las rompientes de la península simulando
pesimismo
Mi amor es triste
Pues está en la naturaleza turbada del amor ser triste
Como la luz es triste
La dicha triste
No has pasado libertad tus correas de arena.

Versión de Jorge Onfray
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Desherencia

Antigua era la noche
Cuando la entreabrió el fuego.
Igualmente mi casa.

No se mata a la rosa
En las guerras del cielo.
Destierran a una lira.

Mi pena persistente
De una nube de nieve
Gana un lago de sangre.
La crueldad ama vivir.

Oh fuente que mentiste
A nuestros destinos gemelos,
Del lobo trazaré
Este único retrato pensativo.

Versión de Jorge Riechmann
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En las alturas

Espera aún a que yo venga
A romper el frío que nos retiene.

Nube, en tu vida tan amenazada como la mía.

(Había un precipicio en nuestra casa.
Por eso hemos partido y nos hemos establecido aquí).
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La compañera del cestero

Yo te amaba.
Amaba tu rostro de manantial abarrancado por la tormenta y la cifra de tu dominio que cercaba mi beso.
Hay quien se confía a una imaginación redonda. A mí me basta ir.
He traído de la desesperación un cestillo tan pequeño, amor mío,
que ha sido posible trenzarlo con mimbre.
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Yvonne 

La sed hospitalaria

Quién la oyó nunca quejarse?

Nadie más que ella hubiera podido beber las cuarenta fatigas
sin morir,
Esperar, muy adelantada, a quienes venían después;
Desde el alba hasta el crepúsculo era su esfuerzo viril.

Quien ha excavado el pozo y sube el agua yacente
arriesga el corazón en la separación de sus manos.

Versión de Jorge Riechmann
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Desnudo perdido

Llevarán ramos aquellos      cuyo aguante pueda desgastar la
noche nudosa que precede y sigue al relámpago. Su palabra              
recibe existencia del fruto intermitente que la propaga
dilacerándose. Son los hijos incestuosos de la cortadura y del signo,
que alzaron hasta los brocales el círculo florido de la tinaja
de la adhesión. La furia de los vientos los mantiene aún desvestidos.
Contra ellos vuela      una pelusa de noche negra.

Versión de Jorge Riechmann
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El sorgue

Canción para Ivonne

Río que demasiado temprano parte, en un tráfico, sin compañero,
Dona a los niños de mi país el rostro de tu pasión.

Río donde el relámpago acaba y donde comienza mi casa,
Que hace rodar por los escalones del olvido la rocalla de mi razón.

Río, en ti la tierra es escalofrío, el sol, ansiedad.
Que cada pobre en su noche haga su pan de tu mies.

Río frecuentemente castigado, río en el abandono.

Río de los aprendices de callosa condición,
No hay viento que no se doblegue ante la cresta de tus surcos.

Río del alma vacía, del harapo y de la sospecha,
De la vieja desgracia que se devana, del olmo, de la compasión.

Río de los extravagantes, de los febriles, de los descuartizadores,
Del sol suelto de su arado para conchabarse con el mentiroso.

Río de los mejores que sí mismos, río de nieblas abiertas,
De la lámpara que apaga la angustia alrededor de su sombrero.

Río de las consideraciones del sueño, río que enmohece el hierro,
Donde las estrellas son esta sombra que ellas rechazan al mar.

Río de los poderes transmitidos y de grito embocando las aguas,
Del huracán que muerde la viña y anuncia el vino nuevo.

Río del corazón jamás destruido en este mundo loco de prisión,
Protégenos violento y amigo de las abejas del horizonte.
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Madeleine en la lamparilla de la noche

para Georges de La Tour

Yo querría hoy que la hierba fuese blanca para pisar la evidencia de verte sufrir: yo no
miraría bajo tu mano joven la forma dura, sin enlucido, de la muerte. Un día
discrecional, otros, sin embargo, menos ávidos que yo, quitaron vuestra camisa de tela,
ocuparon vuestra alcoba. Mas ellos olvidaron al partir cubrir la lamparilla de noche y un
poco de aceite se derrama por el puñal de la flama sobre la imposible solución.
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Antonin Artaud

No tengo voz para elogiarte, hermano mío.
Si me inclinara sobre tu cuerpo que la claridad va a dispersar,
Tu risa me rechazaría.
El corazón entre nosotros, durante lo que se llama impropiamente una
[hermosa tormenta,
Da en tierra varias veces,
Mata, cava e incendia,
Luego renace más tarde en la dulzura del hongo.
No necesitas un muro de palabras para exaltar tu verdad,
Ni las volutas del mar para ungir tu profundidad,
Ni de esta mano febriciente que nos rodea la muñeca,
Y suavemente nos conduce a derribar un bosque
En donde el hacha son nuestras entrañas.
Está bien. Vuelve al volcán,
Y nosotros,
Que lloremos, asumamos tu relevo o preguntemos:
“¿Quién es Artaud?” a esa espiga de dinamita de la que ningún grano
[se separa,
Para nosotros, nada habrá cambiado,
Nada, sino esta quimera viviente del infierno que se despide
de nuestra angustia.

París, 8 de marzo de 1948
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Artina

                                                                      Al Silencio de aquella que permite soñar

En la cama que me prepararon había: un animal sanguinolento y maltrecho
del tamaño de un bollo, un caño de plomo, una ráfaga de viento, un molusco
helado, un cartucho sin pólvora dos dedos de un guante, una mancha de aceite;
no había una puerta de prisión, pero sí el sabor de la amargura, un diamante
de vidriero, un pelo, un día, una silla rota, un gusano de seda, el objeto robado,
una presilla de sobretodo, una mosca verde domesticada, una rama de coral,
un clavo de zapatero, una rueda de ómnibus.

   Ofrecer un vaso de agua al paso de un caballero que se lanza a rienda suelta en un
hipódromo invadido por la multitud supone, de una y otra parte, una falta absoluta
de habilidad; Artina traía a los espíritus que visitaba esa aridez monumental.

   El impaciente se daba perfecta cuenta de la clase de sueños que en adelante
frecuentarían su cerebro, sobre todo en el dominio del amor cuya actividad
voraz se manifestaba de ordinario fuera de la época sexual. La asimilación
alcanzaba su desarrollo en la noche profunda de los invernaderos herméticamente
cerrados.

   Artina cruzó sin dificultad el nombre de una ciudad. Es el silencio que hace surgir
el sueño.

   Los objetos designados y reunidos con el nombre de naturaleza-concreta forman
parte del escenario en el cual se desarrollan los actos de erotismo de las series fatales,
epopeya cotidiana y nocturna. Los ardientes mundos imaginarios que circulan sin interrupción por la campiña
en la época de las cosechas tornan el ojo agresivo y la soledad intolerable para aquel que dispone del poder de destrucción.
En los cataclismos extraordinarios, resulta directamente preferible apelar sin reservas a ellos.

   El estado de letargo que precedía a Artina suministraba los elementos indispensables
para la proyección de impresiones sorprendentes sobre la pantalla de ruinas flotantes: edredones llameantes
precipitados en el insondable abismo de tinieblas en perpetuo movimiento.

   Artina conservaba a despecho de los animales y de los ciclones una inagotable frescura.
Al andar adquiría una transparencia absoluta.

   Por más que surja en medio de la más activa depresión el aparejo de la belleza de Artina,
los espíritus curiosos no dejan de ser espíritus furiosos, los espíritus indiferentes, espíritus
extremadamente curiosos.

   Las apariciones de Artina superaban el marco de esas comarcas de sueño donde el pro y el
pro están animados de igual y asesina violencia. Ellas evolucionaban en los pliegues de una
seda quemante poblada de árboles con hojas de ceniza.

   El carruaje de caballos lavado y renovado superaba casi siempre al departamento tapizado
con salitre cuando se trataba de acoger en una velada interminable a la multitud de los
enemigos mortales de Artina. El semblante de leña muerta era particularmente odioso. La carrera jadeante
de dos enamorados al azar de los grandes caminos se volvía de golpe una distracción suficiente para permitir
que el drama se desarrollara, de nuevo, a cielo abierto.

   A veces una maniobra imprudente hacía caer sobre la garganta de Artina una cabeza que no era la mía. El enorme
bloque de azufre se consumía entonces lentamente, sin humo, presencia de por sí e inmovilidad vibrante.

   El libro abierto sobre las rodillas de Artina sólo era legible en los días lóbregos. A intervalos regulares los héroes acudían
a informarse de las desgracias que de nuevo se abatirían sobre ellos, de las sendas múltiples y terroríficas por las cuales
sus irreprochables destinos se empeñarían nuevamente. Sólo preocupados por la Facultad casi todos tenían un aspecto
agradable. Se desplazaban lentamente, se mostraban poco locuaces. Expresaban sus deseos mediante amplios e imprevistos movimientos  de cabeza. Parecía además que se ignoraban totalmente unos y otros.

   El poeta ha asesinado a su modelo.
                                                                                                                                                             Artine

Versión de Aldo Pellegrini

Hablan los maestros VI