Yo leo a los maestros

lunes, 3 de marzo de 2014

Roberto Fernández Retamar (1930 - ) Cuba


Los que se casan con trajes alquilados 

Los que se casan con trajes alquilados,
Desmemoriados,
Olvidados
De que dentro de dos días
Tanto principesco telar,
Acompañado de la gárrula tarde
Y de lágrimas aducidas al final,
Debe estar devuelto, lo menos ajado posible
(El anuncio compartía una enorme pared
Con un letrero absurdo, ¡y sin embargo!);
Y recordando en cambio, sin duda,
Que en cinco, seis horas yacerán gloriosos,
Avanzan incorruptibles, pálidos
Como guantes.
 Ella,
Difícil y vigilada;
 Y él,
Feliz, aunque no pudieron del todo arreglarle
La espalda, y el hombro le tira un poco.
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Epitafio de un invasor 

Agradecido a Edgar Lee Masters

Tu bisabuelo cabalgó por Texas,
Violó mexicanas trigueñas y robó caballos
Hasta que se casó con Mary Stonehill y fundó un hogar
De muebles de roble y Go Bless our Home.
Tu abuelo desembarcó en Santiago de Cuba,
Vio hundirse la Escuadra Española, y llevó al hogar
El vaho del ron y una oscura nostalgia de mulatas.
Tu padre, hombre de paz,
Sólo pagó el sueldo de doce muchachos en Guatemala.
Fiel a los tuyos,
Te dispusiste a invadir Cuba, en el otoño de 1962.

Hoy sirves de abono a las ceibas.
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Con las mismas manos de acariciarte...

Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela.
Llegué casi al amanecer, con las que pensé que serían ropas de trabajo,
Pero los hombres y los muchachos que, en sus harapos esperaban
Todavía me dijeron señor.
Están en un caserón a medio derruir,
Con unos cuantos catres y palos: allí pasan las noches
Ahora, en vez de dormir bajo los puentes o en los portales.
Uno sabe leer, y lo mandaron a buscar cuando
supieron que yo tenía biblioteca.
(Es alto, luminoso, y usa una barbita en el insolente rostro mulato.)
Pasé por el que será el comedor escolar, hoy sólo señalado por una zapata
Sobre la cual mi amigo traza con su dedo en el aire ventanales y puertas.
Atrás estaban las piedras, y un grupo de muchachos
Las trasladaban en veloces carretillas. Yo pedí una
Y me eché a aprender el trabajo elemental de los hombres elementales.
Luego tuve mi primera pala y tomé el agua silvestre de los trabajadores,
Y, fatigado, pensé en ti, en aquella vez
Que estuviste recogiendo una cosecha hasta que la vista se te nublaba
Como ahora a mí,
¡Qué lejos estábamos de las cosas verdaderas,
Amor, qué lejos -como uno de otro!
La conversación y el almuerzo
Fueron merecidos, y la amistad del pastor
Hasta hubo una pareja de enamorados
Que se ruborizaban cuando los señalábamos, riendo,
Fumando, después del café.
No hay momento
En que no piense en ti.
Hoy quizás más,
Y mientras ayude a construir esta escuela
Con las mismas manos de acariciarte.
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Esta tarde y su lluvia 

El día es claro y firme ahora. Ha llovido.
Hay un vago recuerdo de la lluvia en el aire.
Las grandes hojas guardan sus minúsculas ruinas
—Múltiples ojos claros, gotas limpias y débiles―
Pero ya el cielo está sencillamente azul
(También, es cierto, hay grandes nubes blancas
Que ondean su orgulloso algodón y sonríen),
Y el aire y su recuerdo se recuestan y duermen.
Esta tarde y su lluvia, he pensado en tus ojos.
Esta lluvia he pensado en tu piel, y esta tarde,
Con su cielo y sus nubes, he pensado en tus ojos.

Una tarde, me he dicho, lloverá frescamente,
Lloverá en nuestras flores, lloverá en nuestras hojas,
Nuestra casa será regida por la lluvia.
(Allí sus hilos largos, de cristal delgadísimo,
Se enredarán quizá en nuestros propios pasos.)
Una tarde tan clara como esta misma tarde,
Lloverá en nuestra casa.
Por eso hoy, inexplicablemente,
Mientras su red sin peces descendía la lluvia,
Mientras las grandes flores acercaban sus labios
Hacia ese largo beso, yo pensaba en tus ojos
Tan tristes como míos, y en tus manos, y en ti,
Y en otra tarde casi como ésta.
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El otro

Nosotros, los sobrevivientes,
¿A quiénes debemos la sobrevida?
¿Quién se murió por mí en la ergástula,
Quién recibió la bala mía,
La para mí, en su corazón?
¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,
Sus huesos quedando en los míos,
Los ojos que le arrancaron, viendo
Por la mirada de mi cara,
Y la mano que no es su mano,
Que no es ya tampoco la mía,
Escribiendo palabras rotas
Donde él no está, en la sobrevida?
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A mi amada

En el Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada.
Subió al ómnibus de la mano de su compañero,
Que en la otra mano llevaba una guitarra remendada.
Se sentaron sonrientes en el primer asiento: ella ocultaba su tristeza con un giro de sus bellos ojos,
Y él estaba ya proyectando aventuras, cacerías, veladas con música.
Los rodeaban nuevos amigos que aún ignoraban que lo eran:
Iban a empezar a conocerse en un largo viaje,
Cambiando de avión en Madrid, en Roma, hasta llegar a su destino,
Su destino de médicos durante dos años.
Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol,
Para dársela como hacía cuando ella regresaba cada domingo a su beca.
Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa.
Mi amada había descendido y me esperaba en la calle.
Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizá tampoco teníamos fuerza.
Regresó a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía.
Sé que lleva en su maletín dos dólares y unos centavos y una novela alucinada.
Confío en que le duren los tres días del viaje.
Luego empezará su otra vida, su otra novela, de médica en África,
De médica en Zambia, adonde mi hija ha marchado,
En el Día de los Enamorados, de la mano de su gallardo compañero de barba roja.

—Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti.
Te espero siempre, amada.
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Una salva de porvenir 

A Jacqueline y Claude Julien.
A Fina y Cintio

No hay pruebas.
Las pruebas son que no hay pruebas.
No estaban, no están, no estarán dadas las condiciones.
Creer porque es absurdo,
Y creemos.
Más absurdo que creer es ser,
Y somos.
Nada garantiza que fuera menos absurdo
No ser ni creer.
Las llamadas pruebas yacen por tierra,
Húmedas reliquias de la nave.
Se derrumbaron las estatuas mientras dormíamos.
Eran de piedra, de mármol, de bronce.
Eran de ceniza.
Y un grito de ánades las hizo huir en bandadas.

No guardar tesoros donde
La humedad, los bichitos los mordisqueen.
No guardar tesoros.
El tesoro es no guardarlos.
El tesoro es creer.
El tesoro es ser.

No existen las hazañas ni los horrores del pasado.
El presente es más veloz que la lectura de estas mismas
palabras.
El poeta saluda las cosas por venir
Con una salva en la noche oscura.
Sólo lo difícil.
Sólo lo oscuro.
Y contra él, en él, el fuego levantando
Su columna viva, dorada, real.

El amor es
Quien ve.
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A mis hijas

Hijas: muy poco les he escrito,
y hoy lo hago de prisa.
Quiero decirles
que si también este momento pasa
y puedo estar de nuevo con ustedes,
en el sillón, oyendo el radio,
cómo vamos a reírnos de estas cosas,
de estos versos y de estas botas,
y de la cara que ponían algunos,
y hasta del traje que ahora llevo.

Pero si esto no pasa,
y no hay sillón para estar juntos,
y no vuelven las botas,
sepan que no podía
actuar de otra manera.
Estén contentas de ese nombre
que arrastran como un hilo
por papeles.
Disfruten de estar vivas,
que es cosa linda,
como nosotros lo hemos disfrutado.
Quieran mucho las cosas.
Y recuérdenme alguna vez,
con alegría.
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Fue en Robles

Fue en Los Robles donde ella, que sabía,
Dijera la verdad. Aquella noche
Estaban dadas todas las estrellas.
Tiempo de suspirar juntas las bocas.
Parpadeaba una luz, alguien volvía
A hacer la hoguera frente a la caverna.
Marcharon entre armas a la gloria.
Nada en su cuerpo, suave como el agua,
Anunciaba los hijos de su cuerpo.
Era toda alma en la soñada cama,
Era un incendio, era una primavera,
Una muchacha azul bajo la lluvia,
Una bahía en quien entrar a gritos,
Una bandera ondeando en el combate,
Una batalla de azucenas cálidas.
Era ella.
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Está

Ella está echada en la penumbra humedeciendo la
madrugada      inicial.
Hay un jardín en ella y él está deslumbrado en ese jardín.
Florece entera para él, se estremecen, callan con el mismo
rumor.
La noche va a ser cortada por un viaje como por una
espada.
Intercambian libros, papeles, promesas.
Ninguno de los dos sabe aún lo que se han prometido.
Se visten, se besan, se separan.
Ella sale a la oscuridad, acaso al olvido.
Cuando él regresa al cuarto, la encuentra echada en la
penumbra      húmeda.
Nunca ha partido, nunca partirá.
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Con la forastera

Pues no tendrán en común ni un idioma
(No digamos una ciudad, un hogar, un hijo),
Ni siquiera esas canciones, esos sitios,
Esos olores que acaso sólo nos parecen hermosos porque
nos recuerdan un recuerdo,
Porque nos recuerdan a nosotros mismos, y quizá lo que
llamamos belleza
No sea sino la terca persistencia del ser más allá de sí mismo,
Más allá de su lugar y su tiempo, como la luz de un astro
hace siglos apagado.
Pero astros sí tendrán en común. Al levantar los ojos
No habrá en el cielo país extranjero.
Aquellas estrellas son estas mismas estrellas,
No distan más de esa ciudad lejana que de ésta.
Aquellas montañas y este mar les son igualmente familiares
O igualmente extraños.
Y también unas desperdigadas horas de febrero
pertenecientes para siempre
Al insaciable pasado.

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