Cuando la medianoche se acercaba
y el signo de la Osa se volvía
a la mano de Bootes;
cuando los hombres en el blando lecho
yacían, del trabajo fatigados,
el Amor a mi puerta cauteloso
llegóse, golpeando las aldabas.
-¿Quién a estas horas -dije- a mi puerta viene a turbarme el sueño?
-Ábreme -contestóme el caminate-;
soy un niño; no temas por tu vid:
azótame la lluvia,
y en la cerrada noche me he perdido.
Al escuchar sus quejas,
de compasión se estremeció mi pecho
y encendiendo mi lámpara,
abrí la puerta y penetró el muchacho.
Traía el arco al hombro
colgado, y el carcaj lleno de flechas.
Sentados junto al fuego,
calentaba sus manos con mis manos
y le enjugaba el húmedo cabello.
Mas él, quitado el frío
quiso probar el arco, y si la cuerda
rota del agua estaba.
Tendiólo, y con el dardo,
me hirió en el corazón, con venenosa
herida, como un tábano rabioso.
-¡Alégrate, amigo,
huésped -dijo riendo-;
el arco estaba sano,
mas tú quedas herido para siempre!
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De las mujeres
Naturaleza, a los fereoces toros
dio temible defensa con sus astas,
cascos a los caballos,
rápidos pies a las veloces liebres,
a los leones dientes poderosos,
el volar a las aves,
el nadar a los peces
y a los hombres la fuerza de sus miembros.
¿Tal vez a la mujer dejó olvidada?
¿Cuál arma le ha entregado? La belleza:
el escudo más fuerte;
la espada más aguda;
pues la mujer con ella
domina los aceros y las llamas.
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La lira
Quiero ensalzar cantando a los Atridas,
quiero cantar a Cadmo,
mas de mi lira los sonoros nervios
tan solo amores dicen.
Otra lira pulsar en otro tono
quise, con nuevas cuerdas
y al pretender cantar al fuerte Heracles,
tan solo amores respondió mi lira.
Héroes, dejad de enardecer mi mente,
porque mi lira, solo amores canta.
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La cigarra
Dichosa te llamamos,
cigarra que, en las ramas,
bebiendo del rocío,
como los reyes cantas.
Tuyo es el campo todo,
cuanto la selva abraza;
del labrador amiga,
a los mortales cara,
anuncias el Estío,
las Piérides te aman,
te otorga el mismo Febo
la voz sonora y grata.
¡Oh hija de la Tierra!
No la vejez te acaba,
impasible, sin sangre,
cantora dulce y sabia,
semejante a los dioses,
no del dolor esclava.
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A una yegua
¡Yegua de Tracia, honor de la pradera!
Si llego a ti con palpitante seno,
¿por qué relinchas tú con voz de trueno
y, mirándome torva, huyes ligera?
¿Te parezco poltrón? Sabe, altanera,
que te pondrá mi mano rienda y freno,
y sobre ti, lanzándome sereno,
te haré girar en rápida carrera.
Pace libre por hoy: alegre salta
sobre la hierba, en tu feraz retrete,
que con mil flores Primavera esmalta.
No tardará en llegar hábil jinete
a domeñarte. Goza mientras falta
quien a la silla y carro te sujete.
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Poemas de Anacreonte
I
¿A qué me instruyes en las reglas de la retórica?
Al fin y al cabo, ¿a qué tantos discursos
que en nada me aprovechan?
Será mejor que enseñes a saborear
el néctar de Dionisios
y a hacer que la más bella de las diosas
aun me haga digno de sus encantos.
La nieve ha hecho en mi cabeza su corona;
muchacho, dame agua y vino que el alma me adormezcan
pues el tiempo que me queda por vivir
es breve, demasiado breve.
Pronto me habrás de enterrar
y los muertos no beben, no aman, no desean.
II
De la dulce vida, me queda poca cosa;
esto me hace llorar a menudo porque temo al Tártaro;
bajar hasta los abismos del Hades,
es sobrecogedor y doloroso,
aparte de que indefectiblemente
ya no vuelve a subir quien allí desciende.
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De sí mismo
Sobre los verdes mirtos recostado
quiero brindar, y sobre tiernos lotos,
y que al Amor, al cuello
con una cinta el palio recogido,
escancie el vino en mi profunda copa.
La breve vida pasa dando vueltas
cual la rueda de un carro,
y cuando se deshagan nuestros huesos
yaceremos en polvo convertidos.
¡Para qué entonces derramar ungüentos
sobre la tierra helada? ¿De qué sirve
libar sobre la tierra que nos cubra?
Mejor úngeme ahora,
coróname de rosas perfumadas
y haz que se acerque la mujer que adoro...
Mientras llega el momento
de acudir a las danzas infernales,
quiero vivir ajeno de cuidados.
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A una doncella
En un tiempo, de Frigia en la ribera,
en roca fue Niove transformada
y la hija de Pandión, como una alada
golondrina, cruzó la azul esfera.
¡Ay si en tu espejo yo me convirtiera
para poder gozar de tu mirada!
¡Si trocándome, en túnica, abrazada
a ti toda la vida me estuviera!
Onda quisiera ser para bañarte,
ungüento y perfumar tu piel de nieve,
banda y el alto seno sujetarte,
perla y fulgir en tu garganta hermosa,
¡o ser quisiera tu sandalia breve,
que, como tú la huellas, es dichosa!
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(sin título)
Venga ya, tráenos, muchacho,
la copa, que de un trago
la apuro. Échale diez cazos
de agua, y cinco de vino,
para que sin excesos otra vez
celebre la fiesta de Dioniso.
Oh Soberano, compañero de juegos
de Eros seductor y de las Ninfas
de párpados azules y de la purpúrea
Afrodita, tú que recorres
las elevadas cumbres de los montes.
A ti te imploro, y tú benévolo
acúdenos a escuchar
nuestro ruego agraciado.
Sé tú de Cleobulo un buen
consejero, y que acepte,
oh Dioniso, mi amor.
Echándome de nuevo su pelota de púrpura
Eros de cabellera dorada
me invita a compartir el juego
con la muchacha de sandalias de colores,
Pero ella, que es de la bien trazada Lesbos,
mi cabellera, por ser blanca, desprecia,
y mira, embobada, hacia alguna otra.
A Cleobulo yo amo,
por Cleobulo enloquezco,
de Cleobulo ando prendado.
Canosas ya tengo las sienes
y blanquecina la cabeza,
pasó ya la juventud graciosa,
y tengo los dientes viejos;
del dulce vivir el tiempo
que me queda ya no es mucho.
Por eso sollozo a menudo,
estoy temeroso del Tártaro.
Pues es espantoso el abismo
del Hades, y amargo el camino
de bajada... Seguro además
que el que ha descendido no vuelve.
Potrilla tracia, ¿por qué me miras
de reojo, y sin piedad me huyes,
y piensas que no sé nada sabio?
Ten por seguro que a ti muy bien
yo podría echarte el freno,
y con las riendas en la mano
dar vuelta a las lindes del estadio.
Pero ahora paces en los prados
y juegas con ágiles cabriolas,
porque no tienes un jinete
experto en la doma de yeguas.
De nuevo amo y no amo,
y deliro y no deliro.
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(otra versión)
De rodillas te imploro, flechadora de ciervos,
rubia hija de Zeus, Ártemis,
señora de agrestes animales,
la que ahora, en alguna parte,
sobre los remolinos del Leteo miras
la ciudad de hombres de corazón intrépido,
gozosa, pues no pastoreas
ciudadanos indómitos.
De nuevo, su pelota tornasolada
lanzándome, Eros de áureo cabello,
con la joven de sandalia variopinta
a jugar me incita.
Pero ella, pues es de la bien edificada
Lesbos, mi cabellera,
por ser blanca, desprecia;
pero frente a alguna otra boquea.
Oh niño de virginal mirada:
te busco, pero tú no escuchas,
sin saber que llevas
las riendas de mi alma.
Canas tengo ya
las sienes, y la cabeza blanca;
y la encantadora juventud ya no está
conmigo; mis dientes, envejecidos;
y ya no mucho tiempo
de la dulce vida me queda.
Por estas cosas sollozo
con frecuencia, temiendo al Tártaro,
pues del Hades es terrible
el abismo, y el descenso hasta él,
funesto; pues cierto es, para quien
desciende, el no regresar.
No es amigo el que, junto a la crátera llena bebiendo vino,
contiendas y guerra lacrimosa narra,
sino quien, de las Musas y de Afrodita los dones espléndidos
mezclando, rememora el gozo amable.
De nuevo me partió Eros con enorme mazo,
cual un herrero, y en el tempestuoso torrente me templó.
nada …
y tienes, además, temeroso
el corazón, niña de bello rostro.
y al retenerte con firmeza en su morada
tu madre cree prudentemente
criarte. Pero tú paces
los campos de jacintos,
donde Cipris, libres de freno,
mantiene atadas amables yeguas.
pero en medio irrumpiste
de la gente, por lo cual a muchos
ciudadanos se les excita el corazón,
transitada, transitada Herotima,
Pensamientos lastimeros oigo
que tiene esta célebre mujer,
y que a menudo esto dice,
culpando al destino:
¡Qué bien yo habría estado, madre,
si, llevándome, me arrojaras
al inexorable mar que bulle
de olas tornasoladas!
¿Por qué, potrilla tracia, con sesgados ojos mirándome,
sin piedad me huyes y piensas que nada sabio sé?
Sabe que a ti, que a ti pondría el freno diestramente
y con las riendas te haría girar en torno de las metas.
Mas ahora paces y, brincando, ligera juegas:
pues por jinete no tienes un diestro picador.
Antes andaba en andrajos, con estrecha capucha
y tabas de madera en las orejas, y en torno de los flancos
un calvo pellejo de buey
—no lavado forro de mal escudo—, a panaderas
y ganosos putos frecuentando, el desgraciado de Artemón,
hallando fraudulenta vida;
mucho en la pica poniendo el cuello, mucho en la rueda,
mucho flagelado en el lomo con fusta de cuero, de cabellera
y barba despojado.
Pero ahora va en carrozas, con dorados pendientes
—hijo de Cice—, y sombrillita de marfil,
justo como las mujeres.
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