Yo leo a los maestros

domingo, 11 de marzo de 2012

Joseph Brodsky (1940 - 1996) Rusia



Canción de amor

Si te estuvieras ahogando, acudiría a salvarte,
          a taparte con mi manta y a ofrecerte té caliente.
Si yo fuera comisario, te arrestaría y te
          encerraría en una celda con la llave echada.

Si fueras un pájaro, grabaría un disco
          y escucharía toda la noche tu trino agudo.
Si yo fuera sargento, tú serías mi recluta
          y, chico, te aseguro que te encantaría la instrucción.

Si fueras china, aprendería tu idioma, quemaría
          mucho incienso, llevaría tu ropa rara.
Si fueras un espejo, asaltaría el baño de las señoras,
          te daría mi lápiz rojo de labios y te soplaría la nariz.

Si te gustaran los volcanes, yo sería lava
          en constante erupción desde mi oculto origen.
Y si fueras mi esposa, yo sería tu amante,
          porque la Iglesia está firmemente en contra del divorcio.
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Me han culpado de todo, salvo del tiempo...

Me han culpado de todo, salvo del tiempo,
yo mismo me suelo amenazar con un duro rescate.
Mas pronto me arrancaré, como se dice, los galones,
y me convertiré en una simple estrella.

Y brillaré en el adiós como un teniente de los cielos,
cuando oiga el trueno, me ocultaré entre la nube
sin ver cómo la tropa, bajo el empuje de los saldos,
huye bajo el acoso de la pluma.

Cuando alrededor ya no hay lo que una vez estuvo
no importa si es un blitz o si os cogen prisionero.
Así el escolar, al ver en sueños el tintero,
mejor dispuesto está a multiplicar que tabla alguna.

Y si, por la velocidad con que va la luz, no esperas premio,
al menos el blindaje del común no ser
valore tal vez los intentos de mudarlo en cedazo
y por la brecha que abrí me dé las gracias.
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Melodía de Belfast

He aquí una muchacha de una ciudad peligrosa.
Se corta corto su pelo oscuro
para tener que fruncir menos el ceño
cuando alguien resulta herido.

Pliega sus recuerdos como un paracaídas.
Junta la turba deshechada
y cocina verduras en casa: disparan
aquí donde comen.

Ah, hay más cielos en estos lugares que, digamos,
tierra. De aquí que el tono de su voz
y su mirada manchen tu retina como una bombilla gris
cuando enciendes

hemisferios, y su falda acolchada que le llega a la rodilla
cortada para coger las ráfagas de viento,
sueño con ella amada o asesinada
porque la ciudad es muy pequeña.
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Intervención en la Sorbona

Conviene, en todo caso, estudiar filosofía
después de los cincuenta. Y más, si cabe, edificar
modelos de una sociedad. Antes debemos
aprender a cocinar un caldo y a freír, no digo ya a pescar,
pescado, hacer un café como es debido.
De lo contrario, las leyes éticas
huelen a cinturón paterno o bien a traducción
del alemán. Hay que aprender primero
a perder las cosas, más que a adquirirlas,
odiarse más que a un tirano,
apartar años enteros la mitad de tu exigua paga
para la habitación, y luego razonar
sobre la victoria final de la justicia. Que llega siempre
con retraso, por lo menos al cabo de un cuarto de siglo.

Conviene estudiar la obra de un filósofo por el tamiz
de la experiencia, con gafas (que de hecho es lo mismo),
cuando las letras se derriten, o cuando una señora
en cueros sobre una sábana arrugada de nuevo
os parece una foto o la reproducción
del cuadro de un pintor. El verdadero amor
a la sabiduría no pide ser correspondido
y desemboca no en boda
a modo de ladrillo editado en Göttingen,
sino en una imposible actitud hacia uno mismo,
en el color de la vergüenza, a veces, en una elegía.
(Suena el tranvía en algún lugar, los ojos se te pegan,
regresan entre coplas los soldados del burdel,
llueve y es lo único que os recuerda a Hegel).

La verdad es que la verdad
no existe. Más ello no os libra
de toda responsabilidad, sino justo al revés.
La ética no es más que el mismo vacío que llena,
constantemente casi, la conducta humana;
no es más, si les parece, que el propio cosmos.
Los dioses no aman la bondad por su cara bonita,
sino porque, de no existir el bien, ellos no existirían.
Así que, a su vez, también los dioses llenan el vacío.
Y con afán tal vez aún más sistemático
que el nuestro, pues con nosotros más vale
no contar. Aunque somos mucho más
de lo que nunca fuimos, y no estamos en Grecia:
nos pierden las nubes bajas, y la lluvia, como ya se ha dicho.

Hay que estudiar filosofía cuando ésta
no nos hace falta. Cuando adivináis ya
que los asientos de vuestro comedor y la Vía Láctea
están relacionados de modo más estrecho
que los efectos y las causas, más que vosotros mismos
con vuestros familiares. Que sillas y estrellas
tienen en común su cualidad de insensibles, su inhumanidad.
¡Y eso es algo que une con más fuerza que la propia sangre,
Y que cópula alguna! Naturalmente, no es bueno
Pretender asemejarse a las cosas. Pero, por otra parte,
Cuando enfermáis no tenéis por qué curaros, tampoco temblor
por cómo os veáis. Esto es lo que la gente sabe
después de los cincuenta. Y es la razón por la que,
al verse en el espejo, mezcla metafísica y estética
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En el basurero de la ciudad de Nantucket

A Stephen White

Lo perecedero devora lo perecedero a plena luz del día,
moribundo a su vez a finales de noviembre;
las gaviotas, hurgando la basura, intentan sobrepasar
a la nieve, o por lo menos retrasarla.

El temerario alfabeto primordial, atacando por doquier
el muro de oxígeno, constituye un prefacio
para la anarquía del desperdicio:
en el principio fue un chillido.

En sus ws tartamudeantes se lee no tanto el hambre
sino la lascivia de garras con forma de coma por
lo que las sobrevive, o también por el sobrevuelo de una página
arrancada del grueso del volumen

mientras las tazas de un loco anemómetro giran
como en una descompuesta ceremonia de té, y el Atlántico
enfrenta, inexorable en su oleaje,
el pronóstico de oscuridad.
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Dedicatoria

Ni tú, lector, ni el azul marino
detrás de la cortina, ni el arcón marrón,
ni el cambio del mejor tu-tu de bailarina,
ni de la lámpara el tallo en torsión
felina –como el carbón que da la mina
con la catástrofe de tren–
con lo que brota de mi pluma
nada tienen que ver.
Tú no existes para mí; a tu entender,
yo soy cirílica grafía, un decir…
Pero la sintonía entre dos sistemas de no ser
es más potente que en dos modos de existir.
Hojéame, por tanto, mientras no irrumpa
del himno el texto para el último viaje.
Tú eres todo o nadie, y es mutua
la anónima franqueza del lenguaje.
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Post aetatem nostram
                                                                  A A. Ya. Serguéyev

I. «Imperio -país para idiotas.»
Llega el Emperador y el tráfico está cortado.
Se apretuja el gentío
contra los legionarios: canciones y gritos;
pero el palanquín marcha cerrado. El objeto del amor
no quiere ser objeto de curiosos.

Tras el palacio, en un café vacío,
un griego vagabundo jugando al dominó
con un barbudo inválido. En los manteles
descienden los despojos de la luz exterior,
y el eco de los vivas mueve suavemente
las cortinas. El griego, que ha perdido,
cuenta los dracmas; encarga el vencedor
un huevo crudo y una pizca de sal.

En la espaciosa alcoba, un viejo rentista
cuenta a una joven hetera
que vio al Emperador.
La hetera no lo cree y de él se carcajea.
Así son sus preludios al juego del amor.
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Yo no era más que aquello que tú...
                                                                              A.M.B.

Yo no era más que aquello que tú
con la mano acariciabas,
allí donde en noche de pavor,
cerrada, la frente reclinabas.

Yo no era más que aquello que tú
distinguías allá, abajo:
primero, solamente imagen vaga,
mucho después, también los rasgos.

Tú fuiste quien, ardiendo,
creaste en un susurro
las conchas de mi oído,
el diestro y el siniestro.

Tú quien, meciendo la cortina
en el mojado cuenco de la boca,
me plantaste la voz
que te llamaba a gritos.

Yo estaba ciego, simplemente.
Y tú, escondida, brotando,
me obsequiabas el don de ver.
Así es como se deja rastro.

Así es como se engendran mundos.
Así, a menudo, tras crearlos,
los dejan dando vueltas
los dones dilapidando.

Así, ora al fuego lanzado,
ora al frío, ya a la luz, ya a lo oscuro,
perdido en la creación del mundo,
el globo va girando.
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Oda al concreto

Me sobrevivirás, viejo y buen concreto,
como yo he sobrevivido, parece, a algunos hombres
que me habían tomado, también, por una especie de calle,
citando el color de los ojos o semblante.

Así es que alabo tu apariencia inanimada, porosa
no por envidia, sino como tu pariente más
próximo -menos durable, plagado de junturas
sueltas, aunque todavía agradecido a los arquitectos.

Aplaudo tus humildes orígenes -para ser exacto,
sin sentido-, rugido y chillido de frenos,
completamente emparejado, sin embargo, por la meta
abstracta, más allá de mi alcance.

No es que nada engendre su clase,
sino que el futuro prefiere cortejar
una conquista que es resueltamente ciega
y envuelta en una larga y petrificada falda.
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He entrado en una jaula

He entrado en una jaula en vez de una bestia salvaje,
quemado mi oración y apodo con una uña en una choza prisión,
vivido junto al mar, jugado a la ruleta,
cenado con el diablo sabe quién vestido de frac.
Desde lo alto de un glaciar he inspeccionado medio mundo,
me he ahogado tres veces, dos veces descuartizado.
Abandonado el país que me nutrió.
Con aquellos que me han olvidado es posible hacer una ciudad.
Me he descolgado por estepas que recuerdan el grito del huno,
vestido con aquello que vuelve a estar de moda,
plantado cebada, cubierto con papel alquitranado el suelo trillado
y no he bebido sólo agua.
He admitido en mis sueños la pupila azul del carcelero,
mordisqueado el pan del exilio sin dejar una miga.
He hecho que mis cuerdas vocales profieran todo tipo de sonidos aparte de un aullido ;
he descendido al susurro. Ahora tengo cuarenta.
¿Qué debo decir de mi vida? Que ha sido larga.
Sólo con el dolor siento solidaridad.
Pero hasta que rellenen con arcilla mi boca, de ella sólo resonará gratitud.

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