Yo leo a los maestros

domingo, 4 de junio de 2017

José Ángel Buesa (1910 - 1982 ) Cuba


Arte poética

Ama tu verso, y ama sabiamente tu vida,
la estrofa que más vive, siempre es la más vivida.

Un mal verso supera la más perfecta prosa,
aunque en prosa y en verso digas la misma cosa.

Así como el exceso de virtud hace el vicio,
el exceso de arte llega a ser artificio.

Escribe de tal modo que te entienda la gente,
igual si es ignorante que si es indiferente.

Cumple la ley suprema de desdeñarlas todas,
sobre el cuerpo desnudo no envejecen las modas.

Y sobre todo, en arte y vida, se diverso,
pues solo así tu mente revivirá en tu verso.
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Esta vieja canción

Esta vieja canción que oí contigo,
y que contigo di por olvidada,
surge del fondo de la madrugada
como la voz doliente de un amigo.

(Yo sé que la mujer que va contigo
no puede adivinar en mi mirada
que esa canción que no le dice nada,
le está diciendo lo que yo no digo.

Y, al escuchar de pronto esa tonada,
comprendo la amargura de un mendigo
ante una puerta que le fue cerrada.
Pero intento reír, y lo consigo...
como si no me recordara nada
esta vieja canción que oí contigo.
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Elegía lamentable

Desde este mismo instante seremos dos extraños
por estos pocos días, quién sabe cuántos años...
yo seré en tu recuerdo como un libro prohibido
uno de esos que nadie confiesa haber leído.

Y así mañana, al vernos en la calle, al ocaso,
tú bajarás los ojos y apretarás el paso,
y yo, discretamente, me cambiaré de acera,
o encenderé un cigarro, como si no te viera...

Seremos dos extraños desde este mismo instante
y pasarán los meses, y tendrás otro amante:
y como eres bonita, sentimental y fiel,
quizás, andando el tiempo, te casarás con él.

Y ya, más que un esposo será como un amigo,
aunque nunca le cuentes que has soñado conmigo,
y aunque, tras tu sonrisa, de mujer satisfecha,
se te empañen los ojos, al llegar una fecha.

Acaso, cuando llueva, recordarás un día
en que estuvimos juntos y en que también llovía.
Y quizás nunca más te coloques aquel traje
de terciopelo verde, con adornos de encaje.

O harás un gesto mío, tal vez sin darte cuenta,
cuando dobles tu almohada con mano soñolienta.
Y domingo a domingo, cuando vayas a misa,
de tu casa a la iglesia, perderás tu sonrisa.

¿Qué más puedo decirte? Serás la esposa honesta
que abanica al marido cuando ronca la siesta:
y tras fregar los platos y tras tender las camas,
te pasarás las noches sacando crucigramas...

Y así, años y años, hasta que, finalmente,
te morirás un día, como toda la gente.
Y voces que aún no existen sollozarán tu nombre,
y cerrarán tus ojos los hijos de otro hombre.
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Aria de luto

Tendrá que suceder, hoy o mañana,
en cualquier parte y de cualquier manera,
—puede ser que bajando una escalera
o puede ser que abriendo una ventana.

Sucederá tal día de semana,
sencillamente, sin llover siquiera,
en el banco de un parque en primavera
o en un hotel de una ciudad lejana.

Así sucederá, como un espejo
que se queda de pronto sin reflejo,
porque crece la sombra o porque sí.

Irá de puerta en puerta un viento loco,
y tú también te morirás un poco
con algo tuyo que se muere en mí...
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Poema del espejo

                I

Déjame ser tu espejo... te supliqué aquel día.
Recuerdo que tu mano se estremeció en la mía.

Yo, que envidio tu espejo, quiero saber qué siente
al copiar en la alcoba tu cuerpo adolescente...

(detrás de los almendros, casi del fondo
del mar surgió la luna, con su espejo redondo...)

                II

Te vi de pie en la sombra. Junto al lecho vacío
se oyó un rumor de sedas, como el rumor de un río.

Y yo, como el espejo de aquella alcoba oscura,
yo, allí, solo contigo, reflejé tu hermosura.

Fue un instante, en la sombra. No sé bien todavía,
si eras tú, si fue un sueño o una flor que se abría.

                III

Muchacha de la noche de un día diferente:
yo no envidio tu espejo, ya sé que nada siente.

Ya sé que te duplica sin comprender siquiera
que eres mujer hermosa como la primavera;

pues, si lo comprendiera, saltaría en pedazos,
por el ansia imposible de tenderte los brazos.
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El extranjero

«Mirad: Un extranjero...» Yo los reconocía,
siendo niño, en las calles por su no sé qué ausente.
Y era una extraña mezcla de susto y de alegría
pensar que eran distintos al resto de la gente.

Después crecí, soñando, sobre los libros viejos;
corrí, de mapa en mapa, frenéticos azares,
y al despertar, a veces, para viajar más lejos,
inventaba a mi antojo más tierras y más mares.

Entonces yo envidiaba, melancólicamente,
a aquellos que se iban de verdad, en navíos
de gordas chimeneas y casco reluciente,
no en viajes ilusorios como los viajes míos.

Y hoy, que quizás es tarde, con los cabellos grises,
emprendo, como tantos, el viaje verdadero;
y escucho que los niños de remotos países
murmuran al mirarme: «Mirad: Un extranjero...»
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Canción del andén

Nadie vino a esperarme.
Yo me encogí de hombros y me eché a andar:
Soy un hombre de paso, simplemente;
soy simplemente un hombre que llega y que se va.

No conozco este pueblo,
este pequeño pueblo junto al mar:
Hoy, por primera vez, miro estas casas
con sus techos de tejas y sus muros de sal.

Pero sé que esta calle polvorienta
le da vuelta a un parque con bancos de metal,
y que frente a ese parque hay una iglesia,
y que junto a esa iglesia hay un rosal.

Yo conozco el chirrido de una verja oxidada,
y, entre tantos portales, reconozco un portal
—aquel portal de la baranda verde,
con un horcón rajado a la mitad—.

Y es que estoy en el pueblo de tus cartas de novia,
tu viejo pueblo tristemente igual,
aunque yo vine demasiado tarde,
y aunque tú ya no estás...
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Canción del viaje

Recuerdo un pueblo triste y una noche de frío
y las iluminadas ventanillas de un tren.
Y aquel tren que partía se llevaba algo mío,
ya no recuerdo cuándo, ya no recuerdo quién.

Pero sí que fue un viaje para toda la vida
y que el último gesto, fue un gesto de desdén,
porque dejó olvidado su amor sin despedida
igual que una maleta tirada en el andén.

Y así, mi amor inútil, con su inútil reproche,
se acurrucó en su olvido, que fue inútil también.
Como esos pueblos tristes, donde llueve de noche,
como esos pueblos tristes, donde no para el tren.
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Soneto final

Y cerraré los ojos para siempre, algún día
y habrá noches de estrellas que ya nunca he de ver
y cantará otra boca lo que cantó la mía,
cuando pasan las nubes en el atardecer.

Y habrá polvo en los bordes de la copa vacía
donde exalté mi ensueño y aturdí mi placer.
Y en las tardes de otoño lloverá todavía,
para que otro hombre triste recuerde a otra mujer.

Todo será lo mismo, y a la vez diferente,
habrá rosas y besos naciendo dulcemente
y un niño sin infancia caminando hacia el mar...

Y yo seré la sombra de un viajero tardío
que quiso ser el cauce donde pasara un río,
y fue solo una nube que no volvió a pasar.
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Triste es saber

Triste es saber que nuestra vida es sólo
                        interminable adiós
que, como un cuervo trágico, aletea
                        en nuestro corazón;
que cada paso nuestro, deja algo
                        más que una huella en pos,
algo que ya no vuelve a nuestra vida,
                        que para siempre huyó;
que lo que es hoy sonora melodía
                        o encantada canción,
será mañana cual rumor de hojas
                        que el viento sacudió...
Y en esta hora de melancolía,
                        sufro el hondo dolor
de preguntarme inútilmente, cuánto
                        me durará tu amor...
Que yo bien sé que cual la brisa deja
                        sin perfume a la flor;
que como el mar al fin borra la estela
                        que un buque le dejó;
que cual se desvanecen los colores
                        de las flores, al Sol,
y que como la alquimia del otoño
                        trueca en oro el verdor,
el nuestro en nuestras vidas obra el paso
                        igual transformación,
dejando despertares donde sueños
                        y hastío donde amor...
Y tengo mucho miedo de esa hora
                        que puede sonar hoy,
cuando al besar tus labios, sólo el frío
                        responda a mi calor...
Y yo tengo mucho miedo de ese hastío
                        que puedo sentir yo,
que robará a mis ojos el miraje
                        azul de la ilusión...
Y, en esta hora de melancolía,
                        sufro el agrio dolor
de no ignorar que un día, quizás pronto,
                        nos diremos adiós...

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