Yo leo a los maestros

viernes, 5 de octubre de 2012

Serguei Esenin (1895 - 1925) Rusia



Cesó de hablar...

Cesó de hablar el bosque rubio
en su lenguaje alegre de abedul.
Las grullas que van pasando
por nadie sienten pesar.

¿Por quién sentir? Cada uno es un viajero:
llega, entra y de nuevo deja su hogar.
El cañamar y la luna sobre la charca azul
sueñan con los que ya no volverán.

Estoy solo, de pie ante la desnuda llanura;
el viento lleva las grullas a lo lejos;
estoy pensando en mi alegre juventud,
pero no me lamento de los tiempos idos.

No me lamento de los años disipados.
No lamento la blanca flor de mi alma.
En el jardín arde el fuego del serbal
sin dar calor a nadie ya.

No se quemarán los ramos del serbal.
No perecerá la hierba en la sequía.
Como un árbol que pierde sus hojas sin quejarse,
así dejo caer mis nostálgicas palabras.

Y si el viento de los años las dispersa
y las rastrilla todas en un montón inútil,
decid así: que el bosque rubio
cesó de hablar en su lenguaje tierno.
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Las hojas caen...

Las hojas caen... Las hojas caen...
El viento gime lento y sordo...
¿Quién alegrará mi corazón?
¿Quién lo calmará, amigo mío?

Con párpados pesados
miro y miro la luna.
De nuevo cantan los gallos
en la quietud sombría.

El amanecer. Lo azul. Lo matinal.
Y de las estrellas fugaces la felicidad.
¿Formularme un deseo cualquiera?
Pero, no sé qué desear.

Qué desear bajo la carga de la vida
maldiciendo mi destino y mi hogar.
Quisiera ver ahora una buena muchacha
bajo la ventana.

Muchacha de ojos azules
—sólo para mí; para nadie más—
que calme mi corazón
con palabras y sentimientos nuevos.

Que bajo esta blancura de luna,
aceptando mi suerte dichosa,
no sufra yo con la canción ajena,
y al ver en otros juventud alegre,
no me lamente de la mía jamás.
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Arde estrella mía...

Arde, estrella mía, no caigas.
Derrama tus rayos fríos.
Tras la muralla del cementerio
ya no late ningún corazón.

Luces con el agosto y el centeno
y llenas la quietud de los campos
con el temblor sollozante
de las grullas que aún no partieron.

Me alcanza viniendo de lejos,
quizás del bosque o del cerro,
otra vez aquella canción
de mi país, y de mi casa natal.

Y el otoño dorado
reduciendo la savia de los abedules
llora sus hojas sobre la arena
por todos los seres que amé.

Lo sé. Lo sé. Dentro de poco,
ni por mi culpa ni por la ajena
tendré que tenderme también
detrás de la negra muralla.

Se apagará la llama cariñosa
y se convertirá en polvo el corazón.
Los amigos pondrán una piedra gris
con una alegre inscripción.

Mas yo, pensando en la triste muerte
así la compondría para mí:
“Amó a su patria y a su suelo
como un borracho a su taberna”.
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Hasta la vista...

Hasta la vista, amigo mío, hasta la vista.
Querido mío, estás en mi pecho.
La predestinada separación
promete una cita en el porvenir.

Hasta la vista, amigo mío, sin dar la mano, sin palabras.
No te afijas; no pongas tan triste el ceño.
En esta vida el morir no es cosa nueva;
pero el vivir —seguro— es menos novedad.

Escrito con la sangre de sus venas cortadas en la noche del suicidio,
27 de diciembre de 1925, en Leningrado
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Confesión de un golfo

No todos saben cantar,
No todos saben ser manzana
Y caer a los pies de otro.
Esta es la suprema
Confesión de un granuja.

Ando intencionalmente despeinado,
Con la cabeza como una lámpara a petróleo.
Me gusta alumbrar en las tinieblas
El otoño sin hojas de vuestros espíritus.
Me gusta que las piedras de los insultos
Caigan sobre mí como granizo vomitado por la tormenta.
Entonces es cuando aprieto con más fuerza
El globo oscilante de mi cabezota.

Con qué nitidez recuerdo entonces
La laguna cubierta de hierba y la voz ronca del aliso
Y que en algún lugar viven mi padre y mi madre.
Mis versos les importan un comino,
Pero me quieren como a un campo, como a la carne de su carne,
Como a la buena lluvia que en primavera ayuda a salir a los brotes.
Ellos les clavarían a ustedes sus horquetas
Cada vez que me lanzan una injuria.

¡Pobres, pobres campesinos!
Seguramente están viejos y feos
Y siguen temiendo a Dios y a los espíritus del pantano.
¡Si sólo pudieran comprender
Que su hijo
Es el mejor poeta de Rusia!
¿Acaso sus corazones no temían por él
Cuando se mojaba los pies en los charcos del otoño?
Ahora anda de sombrero de copa
Y con zapatos de charol.

Pero con el mismo espíritu juguetón de antes.
De aldeano travieso.
Desde lejos saluda con una gran reverencia
Alas vacas pintadas en los letreros de las carnicerías.
Y cuando se cruza con los coches de la plaza,
El olor del estiércol lo remonta a los campos de su tierra
Y está dispuesto a sostener en el aire la cola de cada caballo
Como si fuese la cola de un traje de novia.

Amo mi tierra.
¿La amo con locura!
Aunque sobre ella caiga toda la tristeza y el moho de los sauces.
Gozo con los hocicos inmundos de los cerdos
Y con las notas estridentes de los sapos en el silencio nocturno.
Estoy enfermo de los recuerdos de infancia,
Sueño con la niebla y con la humedad de las tardes de abril,
Cuando nuestro arce se puso en cuclillas
Para calentarse los huesos en la hoguera del crepúsculo.
¡Trepando de rama en rama,
Cuántos huevos no robé de los nidos de las cornejas!
¿Seguirá siendo el mismo de antes, con su copa verde?
¿Tendrá todavía la corteza tan dura?

¿Y tú, mi querido perro fiel
Overo?
La vejez te ha puesto gruñón y ciego
Y vas de un lado a otro del patio arrastrando tu cola caída.
Tu nariz no distingue ya el establo de la casa.
Cuánto no significan para mí nuestras pillerías de antaño
Cuando le robaba pan a mi madre
Y lo comíamos entre los dos, mordiéndolo por turno
Sin sentir repugnancia.

Soy siempre el mismo,
Mi corazón es siempre el mismo.
Los ojos florecen en el rostro como los azulíes en el trigo.
Y yo, extiendo las esteras doradas de mis versos
Quiero decirles a ustedes
Mis palabras más tiernas.

¡Buenas noches a todos!
¡Buenas noches!
Rozando por última vez la hierba del crepúsculo
Ha enmudecido la guadaña de la aurora.
Y siento unas ganas locas
De mear a la luna desde la ventana.
¡Luz azul, en este azul profundo
Ni siquiera la muerte me importa!
¡Que importa que yo parezca un cínico
Con un farol colgando del trasero!
Viejo, buen y supercabalgado Pegaso,
¿Qué falta me hace a mí tu trote blandengue?
Yo he venido como un severo maestro
A cantar y a ensalzar a las ratas.
Como agosto, vierte
Mi cabeza el vino espumoso de mis cabellos.

Yo quiero ser ese amarillo
Que nos lleva al país que navegamos.
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Estoy cansado

Estoy cansado de vivir en mi país natal,
con la nostalgia de las extensiones de trigo negro;
dejaré mi choza,
partiré como un vagabundo y un ladrón…

Volveré a la casa paterna
a regocijarme con el júbilo ajeno.
Y en una noche verde, bajo la ventana,
con la manga de mi camisa me ahorcaré.

Los sauces de plata contiguos a la cerca
inclinarán sus cabezas con mayor dulzura aún.
Y sin lavarme, sin el menor ritual,
se me enterrará bajo los aullidos de los perros.

La luna continuará bogando por el cielo,
perdiendo sus remos en el agua de los lagos;
y Rusia siempre será la misma,
danzando y llorando alrededor de las empalizadas.
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Carta a una mujer

Usted se acuerda,
usted, claro, de todo se acuerda,
cuando andaba nerviosa
por la estancia
–yo a la pared pegado–
y me reñía
con acerbas palabras.

Decía usted
que había llegado
la hora de separarnos,
que a causa de mis locuras
sufría mucho,
que iba a dedicarse a sus cosas,
y que yo estaba condenado
a rodar por la pendiente.

Querida:
Usted no me amaba.
Ignoraba que entre el gentío
era yo cual caballo espumeante,
espoleado por audaz jinete.
Ignoraba
que entre aquella humareda,
en la fosca tormenta de la vida
sufría yo, sin comprender
lo que se avecinaba.
De cara a cara
no se ve el rostro.
Lo grande se ve a distancia.
Cuando el mar se encrespa,
corren riesgo las naves.
¡Y de pronto
se convirtió la tierra
en una nave!
Alguien
empuñó majestuoso el timón
rumbo a la nueva vida prodigiosa
por entre vendavales y tormentas.
¿Quién no se cayó en la cubierta?
¿Quién no vomitó y no maldijo?
Pocos hubo que no se mareasen,
que venciesen aquel torbellino.
Entonces
entre un clamor salvaje,
sabiendo bien lo que me hacía
bajé a la bodega
para no ver vomitar a la gente.
Aquella bodega
era eso: la taberna.
Yo me entregué al vino
para no padecer por nadie
y hundirme
en la embriaguez.
Querida:
La hice sufrir, es cierto.
En sus cansados ojos
se asomaba la pena
al ver que yo, ostentosamente,
me consumía en escándalos diarios.
Pero usted ignoraba
que entre aquella humareda,
en la fosca tormenta de la vida,
sufría yo,
sin comprender
lo que se avecinaba…
•••••••••••••••••••••••••••••••••
Han pasado los años.
Mi edad es ya otra.
Ahora pienso de distinto modo.
Ahora brindo en los días de fiesta
por el gran timonel.
Me embargan hoy
amables sentimientos.
Al recordar su angustia
quiero apresurarme
a decirle
lo que fui antes,
lo que soy ahora.
Querida:
Me complace comunicarle
que no rodé por la pendiente.
Vivo en el Territorio Soviético
como el más entusiasta adherente.
No soy ya
el de antes.
Ahora no la haría sufrir
como entonces.
Tras la bandera de la libertad
y del trabajo luminoso,
estoy dispuesto a ir
al fin del mundo.
Perdóneme…
Sé que usted no es la de ayer.
Ahora vive
con un marido serio, inteligente.
A usted no le hacen falta
nuestros duros quehaceres,
y yo tampoco
le hago la menor falta.
Viva bajo
el signo de su estrella,
bajo su mansión renovada.

La saluda su amigo
que jamás la olvida,

Serguéi Esenin
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El otoño

Hay calma en el enebral espeso.
El otoño, potro taheño, peina su crin;
sobre la orilla del río suena
el retín azul de sus herraduras.
El viento, ermitaño de paso cauteloso,
aplasta la hojarasca en el camino
y en una mata de serbal besa
las llagas rojas de un Cristo invisible.
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Sin lamentos

Sin quejas, ni lamentos ni llantos
como el humo a través del florido manzano
hasta mí llegó la marchitez dorada
ya no seré más joven y lozano.

Ya no lates con la fuerza de antes
mi corazón tocado por el hielo
y caminar descalzo por el bosque
ya no es una ilusión, no es un anhelo.

El deseo de aventura cada vez es menor
y el fuego de los labios ya se ha ido
¡oh mi joven y lejano frescor
mis antaños pletóricos sentidos!

Ahora son escasos mis afanes
¿he vivido mi vida o la he soñado?
Es como si en un alba primaveral
galopé sobre un caballo rosado.

Nuestro destino es frágil y finito
el cobre de las hojas lento emana
por todos los siglos sea bendito
lo que florece hoy para morir mañana.
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Sólo me queda una diversión...

Sólo me queda una diversión:
los dedos en los labios y un alegre silbido.
Ya se ha esparcido mi mala fama
de peleador y escandaloso.
¡Qué ridícula mala fama!
Hay muchas caídas tontas en la vida.
Me avergüenzo de haber creído en Dios,
y me entristezco de no creer ahora.
¡Remotas lejanías doradas!
Todo arde en la rutina cotidiana.
Si blasfemé y fui escandaloso
fue para arder con mayor fulgor.
Acariciar y fustigar es el don del poeta
lleva sobre sí un signo fatal.
Yo quise enlazar sobre este mundo
a la rosa blanca y el sapo negro.
¡Qué importa no se hayan realizado
estos designios de los días buenos!
Si los demonios anidaron en mi espíritu
es porque los ángeles vivían en él.
Por estos alegres desvaríos,
yo quisiera en el postrer instante
antes de partir hacia otras comarcas
pedir a todos los que me acompañen
que por mis pecados mortales,
por no creer en el paraíso,
con mi camisa rusa me amortajen
y bajo los astros me dejen expiar.
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¡Dejaos ya de riñas! ¡Es la vida!...

¡Dejaos ya de riñas! ¡Es la vida!
¡Yo no comercio con palabras!
Se ha vuelto grave y ya se dobla
mi cabeza dorada hacia la espalda.

Por aldea y ciudad amor no siento.
¿Cómo pude sentir alguno?
Todo lo dejaré y, con barba larga,
iré por Rusia cual vagabundo.

Olvidaré los poemas y los libros,
me echaré un saco sobre la espalda,
porque en los campos, a un perdido,
más que a ninguno el viento canta.

Apestaré a rábano y cebolla
y, turbando la quietud del la tarde,
me sonaré ruidosamente con la mano
y haré simplerías en todo.

Y no necesito mejor suerte
que olvidar escuchando la cellisca,
pues sin estas extravagancias
no sé vivir en este mundo.