Yo leo a los maestros

sábado, 30 de junio de 2012

Oliverio Girondo (1891 - 1967) Argentina



Aparición urbana

¿Surgió de bajo tierra?
¿Se desprendió del cielo?
Estaba entre los ruidos,
herido,
malherido,
inmóvil,
en silencio,
hincado ante la tarde,
ante lo inevitable,
las venas adheridas
al espanto,
al asfalto,
con sus crenchas caídas,
con sus ojos de santo,
todo, todo desnudo,
casi azul, de tan blanco.
Hablaban de un caballo.
Yo creo que era un ángel.
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Milonga

Sobre las mesas,
botellas decapitadas de «champagne» con corbatas blancas de payaso,
baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de «cocottes»
El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso,
contradice el pelo rojo de la alfombra,
imana los pezones, los pubis y la punta de los zapatos.
Machos que se quiebran en corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros,
la jeta hinchada de palabras soeces.
Hembras con las ancas nerviosas,
un poquito de espuma en las axilas y los ojos demasiado aceitados.
De pronto se oye un fracaso de cristales.
Las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire.
Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía dentro;
mientras en un oleaje de brazos y de espaldas estallan las trompadas,
como una rueda de cohetes de bengala.
Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.
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Nocturno

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana.
Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos.
Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas.
Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo,
y cuál será la intención de los papeles
que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras,
y en que las cañerías tienen gritos estrangulados,
como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa,
al dar vuelta la llave de la electricidad,
en el espanto que sentirán las sombras,
y quisiéramos avisarles
para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones.
Y a veces las cruces de los postes telefónicos,
sobre las azoteas,
tienen algo de siniestro
y uno quisiera rozarse a las paredes,
como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos
que nos pasaran la mano por el lomo,
y en las que súbitamente se comprende
que no hay ternura comparable
a la de acariciar algo que duerme.
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Nocturno 2

Debajo de la almohada
una mano,
mi mano,
que se agranda,
se agranda
inexorablemente,
para emerger,
de pronto,
en la más alta noche,
abandonar la cama,
traspasar las paredes,
mezclarse con las sombras,
distenderse en las calles
y recubrir los techos de las casas sonámbulas.
A través de mis párpados
yo contemplo sus dedos,
apacibles,
tranquilos,
de ciclópeas falanges;
los millares de ríos
zigzagueantes,
resecos,
que recorren la palma desierta de esa mano,
desmesurada,
enorme,
adherida al insomnio,
a mi brazo,
a mi cuerpo
diminuto,
perdido
en medio de las sábanas;
sin explicarme cómo esa mano
es mi mano,
ni saber por qué causa se empeña en disminuirme.
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Puedes juntar las manos 

La gente dice:
Polvo,
Sideral,
Funerario,
y se queda tranquila,
contenta,
satisfecha.
Pero escucha ese grillo,
esa brizna de noche,
de vida enloquecida.
Ahora es cuando canta
Ahora
y no mañana
Precisamente ahora.
Aquí.
A nuestro lado...
como si no pudiera cantar en otra parte.
¿Comprendes?
Yo tampoco.
Yo no comprendo nada.
No tan sólo tus manos son un puro milagro.
Un traspiés,
un olvido,
y acaso fueras mosca,
lechuga,
cocodrilo.
Y después...
esa estrella.
No preguntes.
¡Misterio!
El silencio.
Tu pelo.
Y el fervor,
la aquiescencia
del universo entero,
para lograr tus poros,
esa ortiga,
esa piedra.

Puedes juntar las manos.
Amputarte las trenzas.
Yo daré mientras tanto tres vueltas de carnero.
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Tríptico

I
Tendido
entre lo blanco,
la vi.
Se aproximaba.
Las pupilas baldías,
el cuerpo inhabitado,
sin cabellos,
sin labios, inasible,
vacía;
junto a mí
a mi lado...
¡Toda hecha de nada!
Se sentó.
¿Me esperaba?
La miré.
Me miraba.

II
Ya estaba entre sus brazos
de soledad,
y frío,
acalladas las manos,
las venas detenidas, sin un pliegue en los párpados,
en la frente,
en las sábanas;
más allá de la angustia,
desterrado del aire,
en soledad callada,
en vocación de polvo,
de humareda,
de olvido.

III
¿Era yo,
la voz muerta,
los dientes de ceniza,
sin brazos,
bajo tierra,
roído por la calma,
entre turbias corrientes,
de silencio,
de barro?
¿Era yo,
por el aire,
ya lejos de mis huesos,
la frente despoblada,
sin memoria,
ni perros,
sobre tierras ausentes,
apartado del tiempo,
de la luz,
de la sombra;
tranquilo,
transparente?
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Apunte callejero

En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana.

Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda...

Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.
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       9

¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?

Hemos abierto las ventanas de siempre. Hemos encendido las mismas lámparas. Hemos subido las escaleras de cada noche, y sin embargo han pasado las horas, las semanas enteras, sin que notemos su presencia.

Una tarde, al atravesar una plaza, nos sentamos en algún banco. Sobre las piedritas del camino describimos, con el regatón de nuestro paraguas, la mitad de una circunferencia. ¿Pensamos en alguien que está ausente? ¿Buscamos, en nuestra memoria, un recuerdo perdido? En todo caso, nuestra atención se encuentra en todas partes y en ninguna, hasta que,de repente advertimos un estremecimiento a nuestros pies, y al averiguar de qué proviene, nos encontramos con nuestra sombra.

¿Será posible que hayamos vivido junto a ella sin habernos dado cuenta de su existencia? ¿La habremos extraviado al doblar una esquina, al atravesar una multitud? ¿O fue ella quien nos abandonó, para olfatear todas las otras sombras de la calle?

La ternura que nos infunde su presencia es demasiado grande para que nos preocupe la contestación a esas preguntas.

Quisiéramos acariciarla como a un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes.

Antes de atravesar las bocacalles esperamos que no circule ninguna clase de vehículo. En vez de subir las escaleras, tomamos el ascensor, para impedir que los escalones le fracturen el espinazo. Al circular de un cuarto a otro, evitamos que se lastime en las aristas de los muebles, y cuando llega la hora de acostarnos, la cubrimos como si fuese una mujer, para sentirla bien cerca de nosotros, para que duerma toda la noche a nuestro lado.
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Dicotomía incruenta

Siempre llega mi mano
más tarde que otra mano que se mezcla a la mía
y forman una mano.

Cuando voy a sentarme
advierto que mi cuerpo
se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse
adonde yo me siento.

Y en el preciso instante
de entrar en una casa,
descubro que ya estaba
antes de haber llegado.

Por eso es muy posible que no asista a mi entierro,
y que mientras me rieguen de lugares comunes,
ya me encuentre en la tumba,
vestido de esqueleto,
bostezando los tópicos y los llantos fingidos.
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Espantapájaros 

No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible

- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?

¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
¡María Luisa! ¡María Luisa!... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?

¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.

miércoles, 13 de junio de 2012

Agostinho Neto (1922 - 1979) Angola



Partida para el contrato

El rostro retrata el alma
retorcida por el sufrimiento.

En esta hora de llanto
vespertina y ensangrentada,
Manuel,
su amor, partió para S. Tomé
más allá del mar.

¿Hasta cuándo?

Más allá, en el horizonte, repentinos
el sol y el barco
se ahogan
en el mar,
 oscureciendo
el cielo, oscureciendo la tierra
y el alma de mujer.

No hay luz,
no hay estrellas en el cielo oscuro.
Todo en la tierra es sombra.

No hay luz
no hay norte en el alma de la mujer.

Negrura.
Sólo negrura…
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Crueldad

Caerán todos en la trampa
de los hombres apostados
en la esquina.

Y de repente
en el barrio acabó el baile
y las caras de endurecerán en la noche.

Todos preguntan por qué fueron detenidos.
Ninguno lo sabe,
y todos lo saben al final.

Y quedó el silencio
de un óbito sin gritos
que las mujeres ahora lloran.

En corazones alarmados
secretan místicas razones.

De la ciudad iluminada
vienen carcajadas de una displicencia cruel.

Para banalizar un acontecimiento
cotidiano
venido en el silencio de la noche
del musseque Sabinzanga
                ―¡un barrio de negros!
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Tren africano

Un tren
subiendo el difícil valle africano
chirría que chirría
lento y cargado.

Grita y grita.

Quien se esforzó no perdió
pero aún no ganó.

Muchas vidas
empaparán la tierra
donde se asientan los rieles,
y se aplastan bajo el peso de la máquina
y en el barullo de la tercera clase.

Grita y grita.

Quien se esforzó no perdió
pero aún no ganó.

Lento, cargado y cruel
el tren africano.
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Civilización occidental

Latas clavadas en palos
fijados a la tierra
hacen la casa.

Los harapos completan
el paisaje íntimo.

El sol atravesando las rendijas
despierta a su habitante.

Después de doce horas de trabajo
esclavo.

Picar piedra
acarrear piedra
picar piedra
acarrear piedra
al sol
bajo la lluvia
picar piedra
acarrear piedra

La vejez viene pronto.

Una estela en las noches oscuras
le basta para morir
agradecido
y de hambre.
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Sábado en los musseques

Los musseques son barrios humildes
de gente humilde.

Viene el sábado
y luego allí se confunde con la propia vida,
transformada en desesperación,
en esperanza y en ansiedad mística.

Ansiedad encontrada
en el significado de las cosas
y de los seres,

en la luna llena
encendida en lugar de las farolas
de iluminación pública,
que pobreza y luz de luna
casan bien.

Ansiedad
sentida en los tumultos
y en el olor a bebidas alcohólicas,
disperso en el aire
con gritos de dolor y alegría
mezclados en extraña orquestación.

Ansiedad
en el hombre uniformado
alcanzando a otro hombre
al que domina y lleva a puntapiés,
y después de haber hecho correr sangre
llena el pecho de satisfacción
por haber maltratado a un hombre.

Otros evitarán pasar
por donde el casse-tête derribó a un hombre,
darán vueltas,
saltarán muros,
pisarán espinos,
pies descalzos se cortarán
sobre cascos de botellas
rotas por niños inocentes,
y cada mujer
suspirará de alivio
cuando su hombre entre en casa.

Ansiedad
en los soldados que se divierten
emboscados a la sombra de los anacardos
a la espera de incautos transeúntes.

A intervalos
ayes de dolor
atormentan oídos,
hieren corazones tímidos
y se alejan los pasos
en angustiosa carrera,
y después de las risas de la masa
desenfrenada
sólo silencio, misterio, lágrimas y odio
y carnes laceradas
por las hebillas de los cinturones.

Ansiedad
en los que pasan
en busca del placer fácil.

Ansiedad en el hombre
escondido en un rincón oscuro
violando a un niño.

Su riqueza callará al padre,
y el niño
sólo tarde
clamara contra el destino.

Ansiedad oída
en la pelea de la taberna.

Compadres discutiendo
escandalosamente
vieja deuda de cien mies reales
entre los murmullos
de la numerosa asistencia.

Ansiedad
en las mujeres
que abandonan a los hombres
para oír
los gritos de la vecina
discutiendo por la pobreza del marido.

Se oyen
lloros histéricos,
ruidos de sillas caídas,
respiraciones jadeantes,
tintineo doloroso
de loza de hierro esmaltado,
y la multitud invade la casa,
los desavenidos la expulsan
y después viene la reconciliación
con risitas de placer.

Ansiedad
en los altavoces del cine,
en las bocas abiertas
para gritar swings
al pie de las taquillas
mientras un carrusel
arrastra en un torbellino de sueño,
lucecitas rojas, verdes, azules,
y también
el cambio de dos mil quinientos
enamorados y niños.

Ansiedad
en los batuques melancólicos
de los kiocos contratados,
formando más allá del campamento
el fondo de todo el ruido.

Lunda sin fronteras
adornando el susurro
del ansia tumultuosa.

Ansiedad
en el humilde niño
que huye amedrentado del policía
de servicio.

Ansiedad
al son de la viola
acompañando una voz
que canta sambas indefinidas
deliciosamente perezosas,
llenando el aire
de deseo de romper en llanto.

Con la voz
pasa el grito de melancolía
que la multitud tiene de los días no vividos,
de los días de libertad,
y la noche
les bebe las ansias de vida.

Ansiedad
en los borrachos caídos en las calles,
noche tardía.

Ansiedad
en las madres que gritan
buscando a los hijos desaparecidos,

en las mujeres que pasan embriagadas,

en el hombre
que consulta el kimbanda
para conservar el empleo,

en la mujer
que pide drogas al hechicero
para conservar al marido,

en la madre
que pregunta al adivino
si la hijita se salvará
de la neumonía
en la choza
de viejas latas agujereadas,

en las mujeres implorando
compasión
a nuestras señoras
en las familias rezando.

Mientras oran,
los borrachos orinan en la calle
apoyados en la pared,
alejándose después
ridiculizando los rezos
que percibieron
a través de las persianas de las ventanas.

Ansiedad en la kazukuta
bailada a la luz del acetileno
o de la farola Petromax
en la sala pintada de azul,
llena de polvo
y de el olor a sudor de los cuerpos
y de meneos de traseros
y de contactos de sexos.

Ansiedad
en los que ríen y en los que lloran,

en los que entienden
y en los que respiran sin comprender.

Ansiedad
en los salones de baile
rebosantes de gente,
donde de ahí a un momento
el enamorado reprende a la novia
lanzando insultos al aire,
llenando el recinto de preguntas
que se derraman hacia la calle,
acudiendo policías a los silbidos.

Ansiedad
en el esqueleto de palo a pique
amenazadoramente inclinado
por sustentar el pesado techo de zinc,
y en los patios
sembrados de excrementos y malos olores,
en los muebles sucios de grasa,
en las sábanas agujereadas,
en las camas sin colchón.

Ansiedad
en los que descubren multitudes pasivas
esperando la hora.

En los hombres
hierve el deseo de hacer el esfuerzo supremo
para que el Hombre
renazca en cada hombre
y la esperanza
no se torne más
en lamentos de la multitud.

La propia vida
hace desabrochar más voluntades
en las miradas ansiosas de los que pasan.

El sábado mezcló la noche
en los musseques
con mística ansiedad,

e implacablemente
va desplegando heroicas banderas
en las almas esclavizadas.
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Vendedora

El puesto.
Mucho sol
y la vendedora a la sombra
de la mulemba.

—¡Naranja, señora mía,
naranjita buena!

La luz juega en la ciudad
su juego caliente
de claros y oscuros,
y la vida juega
en corazones afligidos
el juego de la cabra ciega.

La vendedora
que vende fruta
se vende.

—¡Naranja, señora mía,
naranjita buena!

Compra naranjas dulces,
cómprame también el amargo
de esta tortura
de la vida sin vida.

Cómprame la infancia de espíritu,
este botón de rosa
que no abrió,
principio empujado aún para un inicio.

—¡Naranja, señora mía!

Se agotaron las sonrisas
con que lloraba.
Yo ya no lloro.

Y ahí van sus esperanzas
como fue la sangre de mi hijos,
amasada en el polvo de las calles,
enterrada en las rocas,
y mi sudor
empapado en los hilos de algodón
que me cubren.

Como esfuerzo fue ofrecido
a la seguridad de las máquinas,
a la belleza de las calles asfaltadas,
a los edificios de varios pisos,
a la comodidad de los señores ricos,
a la alegría dispersa por ciudades,
y yo
me fui confundiendo
con los propios problemas de la existencia.

Ahí van las naranjas,
como yo me ofrecía al alcohol
para anestesiarme
y me entregué a las religiones
para insensibilizarme
y me aturdí para vivir.

Todo lo tengo dado.
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Confianza

El océano me separó de mí
mientras me fui olvidando en los siglos,
y aquí estoy presente,
reuniendo en mí el espacio,
condensando el tiempo.

En mi historia
existe la paradoja del hombre disperso.

Mientras la sonrisa brillaba
en el canto del dolor
y las manos construían mundos maravillosos,

John fue linchado;
el hermano, azotado en las espaldas desnudas;
la mujer, amordazada,
y el hijo continuó ignorante.

Y del drama intenso
de una vida inmensa y útil
resultó certeza.

Mis manos colocaron piedras
en los cimientos del mundo:
merezco mi pedazo de pan.
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Concienciación 

¡Miedo en el aire!

En cada esquina,
centinelas vigilantes incendian miradas;
en cada casa
se sustituyen apresuradamente los viejos cerrojos
de las puertas,
y en cada conciencia
hierve el temor de oírse a sí misma.

La Historia está siendo contada
de nuevo.

¡Miedo en el aire!

Sucede que yo,
hombre humilde,
todavía más humilde en la piel negra,
me regreso a África
para mí,
con los ojos secos.
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Así clamaba agotado

No diré nada,
nunca hice nada contra vuestra patria,
pero vosotros apuntalasteis la nuestra.
Nunca conspiré, nunca hablé con amigos,
ni con las estrellas, ni con los dioses.
Nunca soñé.
Duermo como piedra lanzada al pozo,
y soy estúpido como las matanzas vengativas.
Nunca pensé: soy inocente.
No diré nada, no sé nada;
aunque me apaleen,
no diré nada;
aunque me ofrezcan riquezas,
no diré nada;
aunque la palmatoria me reviente los dedos,
no diré nada;
aunque me ofrezcan la libertad,
no diré nada; aunque me aprieten la mano
no diré nada; aunque me amenacen de muerte.

¡Ah!
la muerte.
Murió alguien en mi hogar.
En mi hogar había una hijita,
estrella brillante en el cielo de mi pobreza.
Ella murió.
Veo la guirnalda blanca de su inocencia
arrastrada en las aguas sobre su cuerpo.
Ofelia negra en este río podrido de esclavitud,
ella murió.
¿Y quién le hará el funeral?
¿Quién le clavará el ataúd?
¿Quién le hará la sepultura?
¿Quién le arrojará tierra sobre el lecho eterno?

Encerrado entre las cuatro paredes,
sin luz,
sin ni siquiera ver la cara muerta de mi hija,
sufro la angustia de las tinieblas.

Quémenme antes,
llévenme al horno de cal,
incinérenme las vísceras y el cerebro
y estas manos que nada pueden hacer
contra las paredes,
contra esa maldita puerta metálica,
contra estos hombres armados llenos de miedo,
contra la tortura.

Ásenme en el horno de cal
para acabar esta tortura de las noches sin dormir.
Al horno de cal.

En esta madrugada infernal,
al horno de cal,
al horno de cal.

¿Quién enterrará a mi hija?
¿Los hechiceros?
Ya los oigo danzando en la noche,
y veo los gusanos de la tierra lustrosos de grasas funerarias
trayendo las antorchas del fuego que la consumirá.

Al horno de cal.
Acabar con esta tortura.

Mi hija fue quemada en el horno de cal:
se acabó para mí el sufrimiento.
¿Qué dirán mis hermanos, mis amigos,
los que oís los gritos en esta tumba;
qué diréis  de un padre que dejó quemar a su hija
en un horno de cal?
Láncenme a las llamas
junto a la hija de mi amor,
de mi estrella pequeñita;
al horno de cal
para abrazar a mi hija,
al horno de cal.
No diré nada.
No quiero inyecciones ni calmantes.
¡Ah! qué sueño.
Al horno de cal.
Al horno de cal…

Cárcel de PIDE. de Luanda
Junio de 1960
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Noche

Yo vivo
en los barrios oscuros del mundo
sin luz ni vida.

Voy por las calles
a tientas
apoyado en mis informes sueños
tropezando con la esclavitud
a mi deseo de ser.

Barrios oscuros
mundos de miseria
donde las voluntades se diluyeron
con las cosas.

Ando a los tropezones
por las calles sin luz
desconocidas
impregnadas de mística y terror
del brazo con fantasmas.

También la noche es oscura.
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Opio

¡Me casarán con la tristeza!

Mi tierra
negra y de sol
—a mi Madre―
que entona tristes melodías
en noches de fiesta
cuando la luna ríe
y la enigmática floresta
murmura ritmos de jazz
—a mi Madre―,
me dio Tristeza en casamiento
cuando nací.

No tuve infancia
ni juventud,
no tuve la alegría
de la primera edad
por culpa de este noviazgo prematuro
y senil.

Mis pesados días son ilusiones,
mis placeres, amarguras,
la Felicidad y la Vida,
sueños.

Yo mismo soy una ilusión.
Soy la irrealidad.
Soy sueño.

Porque la realidad es la Tristeza,
y no la quiero así.

Para olvidar
y no recordar mis amores,
mis ideas,
fumo opio.

Yo sensualizo la Vida:
bebo el brillo de la luz
cuando trabajo al sol
que quema los hombros desnudos;
gozo el sadismo del fuego
cuando bailo en la hoguera
y la leña se retuerce,
sufriendo
como mi sufrimiento
comprime el alma.

Gozo,
gozo ingenuamente
al fingir que no sufro;
¡lloro como quien ríe!

Fumo mi opio
para soñar.
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Kalunga

Ella vino del bosque
y confundió
las estrellas con las luces de la ciudad.

En la ciudad
sus ojos eran dos estrellas.

Y en el corazón de muchos hombres
no brillo otro sol,
sino la linda hija del soba
que vino de las tierras de Lunda
y vivía en el musseque de Sambizanga.

Pero sus ojos confusos
descubrieron en la ciudad
un mundo diferente,
donde su alma era encerrada
en los navíos que llevaron del Congo
los hombres sobre el mar.
¡Kalunga! Muerte.

Aquella ciudad era un mar,
era su muerte.

Y en la ciudad brillante
que es un mundo, un mar,
¡Kalunga!
donde en cada calle parten navíos
lejos de cada hombre,
perdió dos estrellas:
los ojos
de la linda hija de un soba de Lunda.