Yo leo a los maestros

lunes, 20 de marzo de 2017

Yusef Komunyakaa (1947 - ) Estados Unidos

Camuflando la quimera

Nos atamos ramas a los cascos.
Nos pintamos las caras, y los fusiles,
con el fango de la orilla del río,

colgamos manojos de hierba de los bolsillos
de nuestros uniformes de camuflaje. Nos
fundimos con la selva
contentos de que los colibríes se fijaran en nosotros.

Nos ceñimos a los bambúes y luchamos
contra el viento que venía del río
arrastrando nuestros fantasmas

desde Saigón a Bangkok,
acordándonos de las mujeres
que habíamos dejado en América.
Apuntábamos a los pájaros de cantos ominosos.

En nuestras paradas sombrías
los simios de las rocas intentaban delatarnos
lanzando piedras al anochecer. Los camaleones

trepaban por nuestras espaldas, cambiaban
del día a la noche: del verde al dorado,
del dorado al negro. Pero esperamos
hasta que la luna se convirtió en metal,
hasta que algo se rompió
dentro de nosotros. Los Vietcong
se movían por la ladera, con sus vestidos de seda negra,

transportando equipos pesados por la hierba.
Allí estábamos escondidos. El río fluía
por nuestros huesos. Los animales pequeños se escondían
al notar nuestra presencia; contuvimos la respiración,

listos para llevar a cabo la emboscada
en L, mientras que el mundo daba vueltas
debajo de nuestros párpados.
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Hombres bomba

El opio, el caballo, nada
es capaz de enviar a nadie a cruzar las alambradas
de esta forma. ¿Qué existe en el cerebro
para impulsar a un hombre de esa manera?
Pensando en mujeres,
tres horas antes del amanecer,
empezamos a disparar nuestras automáticas,
pero ellos continúan acercándose
para lanzar mochilas explosivas
contra nuestros refugios. Caen
y se vuelven a levantar como si fueran abanderados,
con sus cuerpos desnudos
untados en grasa. La luna se les refleja
en la piel. Corren
con explosivos atados
a la cintura
e intentan arrojarse
en nuestros brazos.
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Los muertos de Quang Tri

Esto es peor que contar piedras
en caminos que no llevan a ninguna parte,
como cuando un tigre intenta cazar y retrocede
al oler su propia sangre en el suelo.
El que se arrodillaba junto a la pagoda,
¿te acuerdas? Capitán, no vamos
a hablar de eso. El niño budista
que se ponía en la puerta y a quien le frotábamos
la cabeza afeitada para que nos trajera suerte
brilla ahora como una luna blanca.
¡Está muerto para siempre, maldita sea!
La hierba que pisamos se levanta;
cuchillos amenazando
nuestras partes más preciadas.
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Nunca sabemos

Se tambaleó por un momento
entre la hierba alta, como si estuviese bailando
con una mujer. Nuestros cañones
se pusieron al rojo vivo.
Cuando me acerqué,
un halo azul de moscas volaba sobre él.
Cogí de sus dedos
la foto deteriorada.
No hay otra manera
de decirlo.  Me enamoré.
La mañana empezaba a clarear,
menos para un mortero lejano
y para algunos helicópteros que despegaban
en alguna parte.
Le metí la cartera en el bolsillo
y le di la vuelta para que no siguiera
besando el suelo.
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Hanoi Hannah

¡Ray Charles! Su voz
nos llama desde la alta hierba,
y nosotros nos agachamos tras los sacos de arena.
“Hola, hermanos negros. Holaaa,
Georgia también está en mi mente”.
Las bengalas florecen sobre los árboles.
“Ahí está Hannah de nuevo.
A ver si le podemos
encender la puta mecha
esta vez.” Los proyectiles
dibujan un arco pálido
en el crepúsculo. Su voz sale
de un seto a mano izquierda.
“Es sábado por la noche en los Estados Unidos.
Imaginaos qué estarán haciendo vuestras mujeres.
Creo que voy a dejar que os lo cuente
Tina Turner, soldaditos nostálgicos.”
Los obuses corcovean como una manada
de caballos detrás de la alambrada.
“Sabéis que sois hombres muertos,
¿verdad? Estáis muertos
igual que King hoy en Menphis.
Muchachos, estáis rodeados
por la división del General Tran Do.”
Sus palabras hieren
como las balas de un francotirador.
“Hermanos negros ¿por quiénes estáis muriendo?”
Lanzamos una ráfaga
de balas trazadoras. Los Phantom jets
se despliegan en abanico sobre los árboles.
La artillería dispara al objetivo.
Su voz resucita
y la sentimos hablar
de nuevo, una flor sangrante
de la que nadie sabe su nombre verdadero.
“Sois una mierda de tiradores, GIs”.
Se oyen sus carcajadas salir del suelo
como si los altavoces estuvieran
enterrados debajo de nuestros pies.
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Tu Do Street

La música divide la tarde.
Cierro los ojos y puedo ver
hombres dibujando líneas en el polvo.
América me empuja por la membrana
de la niebla y el humo, y soy un niño
de nuevo en Bogalusa. Señales
de Solo Blancos y Hank Snow. Pero esta noche
entro en un lugar donde las chicas
se desvanecen como pájaros tropicales.
Cuando pido una cerveza, la Madame
detrás de la barra actúa como si no
me entendiese, al tiempo que sus ojos
esquivan las caras blancas y Hank Williams
suena en la gramola sicodélica.
Nos hemos traicionado allí donde
solo el fuego de las metralletas
nos une. Bajando la calle
los soldados negros también tienen su territorio.
Una señal de zona prohibida me empuja
dentro de las avenidas y busco
la dulzura detrás de esas voces
heridas por la belleza y la guerra.
De vuelta en el campo en Dak To
y Khe Sanh, luchamos
contra los hermanos de estas mujeres
que hoy corremos a abrazar.
Hay más de una nación
en nuestro interior, soldados
 negros y blancos tocamos las mismas amantes
con minutos de diferencia, saboreando
cada uno el aliento de los demás
sin saber que esas habitaciones
penetran en nosotros como túneles
que llevan al infierno.
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Ota Benga en Edankraal

Tal vez era momento para la matanza del cerdo
Cuando llegó a Lynchburg,
Virginia, en su espalda cargaba toda una vida,

El viejo olor de la Casa de los monos
En los jardines del zoológico de Nueva York
Retrocediendo, un recuerdo roto y abandonado.

No estoy seguro de los caminos y vueltas
Tomados, mareado en enjambre de matices
Se instaló en el jardín de Anne Spencer

Que rodea su casa,
Pero cuando ella le habló él volvió
A él mismo. La poeta tenía juba

En su voz y nunca lo llamó
Artiba, Bengal, Autobank u
Otto Bingo. Su cama de lirios

Tigre, guisantes de olor, bocas de dragón
Lo desarmó. El fino acento de ella
Convocó ríos, árboles y barcos

En una tierra lejana y él podía escuchar
Un tambor debajo de estas voces
Cerca del bosque. Él jamás habló

De la Exposición Universal de St. Louis
O del zoológico del Bronx. Lo chicos
Se reunían a su alrededor para escuchar historias

Acerca del Congo y él les contaba
Sobre cazar “enormes, enormes” elefantes
Y después les mostraba el secreto

De robar miel a las abejas
Con las manos descubiertas, cómo perforar peces
Y atrapar tórtolas cafés.

Una noche estaba él sentado en el pajar
Cantando: “Creo que iré a casa.
Señor, ¿no me ayudarás?”

Un búho ulula llamando a la luna
Atrapado en una enmarañada morera
Y él se inclinó ante el brillo de la pistola.
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El diablo viene a caballo

Aunque la arenosa tierra ya esté roja,
el diablo aún viene a caballo
a medianoche, con viejas obscenidades
en su cabeza, galopando junto al oleoducto
que transporta petróleo hasta los negros tanqueros
que van hacia Shanghai. Viajando
a través del folklore y las canciones, plegarias
y maldiciones, él es un molino de viento y antorchas
y plomo caliente, ira y saqueo, sed de sangre
y odio de sí mismo, levantándose desde las Siete Odas,
Cuervo de los Árabes. Que alzen el vuelo
y vuelen, que se alejen tropezando sobre pies rotos,
que rueguen con palabras de los no nacidos,
que rasgueen un polvoriento oud de entraña y arbusto,
hasta que el diablo cabalgue una sombra al amanecer.
Lástima de aquel que no conozca que su linaje
es la violación. Él cabalga con un corazón de niño
en sus manos, una cabeza en un báculo,
y no puede dejar de embestir el cielo nocturno
hasta que su propio rostro oscuro se convierte en cenizas
cabalgando un espejismo de desértico viento.
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Creer en el acero

Las colinas que mis hermanos y yo creamos
nunca encontraron su balance, y les tomó años
descubrir cómo funcionaba el mundo.
Podemos mirar un árbol de mirlos
y decir cuántos de ellos habitaron sus ramas,
pero con el chatarrero
nuestras cuentas nunca resultaron.
Semanas de levantarse y gruñir
nunca aportaron demasiado,
pero no podíamos dejar

de creer en el acero.
Camiones y carros abandonados
yacen sujetos al suelo
por sólidos y nostálgicos racimos de uvas,
fuertes como una docena de agricultores

que comparten su cosecha.
Retornamos con nuestro carretillo
que se quejaba bajo una nueva carga,
aunque los lirios vivieran mejor
en su lánguida tierra de Agosto.
Entre papales y botellas,
el humo de la fundición borró los atardeceres,
y no podíamos creer que el acero
permitiera que hubiese hombres

que se inclinaran tan cerca de la tierra,
como si el bronce bajo su aliento
colocara en una pesa el cielo gris.
A veces sueño cómo nuestras colinas
se hunden en un océano de metal,
como si todo se convirtiera en un ancla
de un barco de guerra o de un bombardero,
afuera, sobre los árboles en flor,
demasiado rojos para mirarlos.
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Viendo en la oscuridad

Cada vez nos llega más hondo el sonido
con fritura de la película porno,
mientras que los disparos de los morteros tiñen
la noche del color de la carne. El cabo que está
en la puerta
sonríe, sus dientes brillan como perlas en bruto,
está de pie con un puñado de dinero,
contento de ver que los soldados de infantería
llegados del campo saben
más de sortear alambres
y ver en la oscuridad
que de mujeres. Están en Shangri-La
mirando embobados las imágenes desvaídas
proyectadas sobre unas sábanas.

Somos hombres capaces de hacer
el amor con fantasmas,
intentando no confundir
las caras de las mujeres que amamos
con las que vemos en la pantalla.
¿Es el saxo de Hawk
El que acompaña la siguiente escena?
Tres mujeres en una cama redonda
seducen a un pastor alemán.
Todo se torna blanco como el alabastro.
La película centellea; el proyector
se apaga y maldecimos la oscuridad
y el gemido de las cigarras.
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No puedo sacar los ojos del desnudo

No puedo sacar los ojos del desnudo
en la ventana de un tercer piso a las 3 de la mañana.
Donde ella está ya es de día
en Copenhague y la Atlántida,
y apostaría el misterio contra mi vida
que está escuchando Bouncing with Bud.
Contoneándose con el ir y venir de los dedos por las teclas,
ella está al borde de algo grandioso
caído ahora en decadencia y confusión.
No creo que sea un anuncio visto por la ventana
de una fachada, podría ser la modelo de un pintor
tomándose una pausa luego de estar horas
sentada en la misma pose, en diálogo con tonos de rojo
rogando que la sombra de Bud no se aleje rengueando
golpeada por bastones policiales. Me pregunto si sabe
que la floración llenó el cuarto y la dejó sola
como estoy yo esta noche bajo un puñado de polvo cósmico,
una puerta cerrada con tablas y guardada por dos leones