Yo leo a los maestros

sábado, 26 de septiembre de 2015

Gabriele d'Annunzio (1863 - 1938) Italia


El inefable gozo

...Celebra el grande, el inefable goce
de vivir, de ser joven, de ser fuerte,
de hincar los dientes ávidos y blancos
en los más dulces frutos terrenales.
De posar las audaces, sabias manos
sobre todo lo más puro y secreto,
y de tender el arco contra todas
las presas que voraz deseo asecha.
De oír todas las músicas livianas,
y mirar, con pupilas fulgurantes,
la bella faz del mundo, como mira
un amante feliz a su adorada.
A ti el placer, ¡oh amiga!
¡A ti el ensueño!
¡Yo quiero revestirte la más roja
de las púrpuras regias, siquier tiña
su seda con la sangre de mis venas.
Yo quiero coronarte de albas rosas
para que así, transfigurada, cantes
la divina Alegría, la Alegría,
la Alegría, magnífica, invencible!
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La lluvia en el pinar

Calla. Sobre el umbral
del bosque no oigo
palabras que llamas
humanas; pero oigo
palabras más nuevas
que hablan gotas y hojas
lejanas.
Escucha. Llueve
de las nubes fugitivas.
Llueve sobre los tamariscos
salobres y quemados,
llueve sobre los pinos
escamosos y áridos,
llueve sobre los mirtos
divinos,
sobre las fulgentes retamas
de flores plenas,
sobre las retamas densas
de golosos aromas,
llueve sobre nuestros rostros
silvanos,
sobre nuestras manos
desnudas,
sobre nuestras ropas
ligeras,
sobre las frescas ideas
que el alma anuncia
como la buena nueva,
sobre la fábula bella
que ayer
te ilusionó, y que hoy me ilusiona,
Oh Hermione.

¿Oyes? La lluvia cae
sobre la solitaria
verdura
con un crepitar que dura
y en el aire muta
propicias las frondas
Más densas, menos densas.
Escucha. Responde
al llanto el canto
de las cigarras
que el llanto austral
no asusta,
ni el cielo espectral.
Es el pino
tiene un sonido, y el mirto
tiene otro y el enebro
aún otro, instrumentos
diversos
bajo innumerables dedos.
E inmersos
estamos en el espíritu
silvestre,
de arbórea vida viviente;
y tu rostro ebrio
está mórbido de lluvia
como una hoja,
y tus cabellos
huelen como
las claras retamas,
oh criatura terrestre
que tiene nombre,
Hermione.

Escucha, escucha. El acorde
de las áreas cigarras
de a poco
más sordo
se hace sobre el llanto
que crece;
Pero un canto se vierte
más ronco
que de allí sale,
de la húmida sombra remota.
Más sordo y más tenue
se ralenta, se apaga.
Sólo una nota
aún tiembla, se apaga,
Resurge, tiembla, se apaga.
No se oye la voz del mar.
Ora se oye sobre la fronda toda
repiquetear
la argéntea lluvia
que monda,
el murmullo que muta
según la fronda
más densa, menos densa.
Escucha.
La hija del aire
está muda; pero la hija
del limo lejana,
la rana,
canta en la sombra más honda,
¡quizás donde, quizás donde!
Y llueve sobre tus cejas,
Hermione.

Llueve sobre tus cejas negras
pareciera lloraras
pero de placer; no blanca
más casi vuelta verdeante,
que pareces de corteza salida.
Y en nosotros es fresca la vida
fragante,
el corazón en el pecho como durazno
intacto,
Los ojos entre los párpados
como veneros entre las hierbas,
los dientes en los alvéolos
como almendras acerbas.
Y vamos de breña en breña,
Unidos o separados
(y el verde vigor rudo
los tobillos nos enlaza
las rodillas nos enreda)
¡quizás dónde, quizás dónde!
Y llueve sobre nuestros rostros
silvanos,
llueve sobre nuestras manos,
desnudas,
sobre nuestras ropas
ligeras,
sobre las frescas ideas,
que el alma anuncia
como buenas nuevas,
sobre la fábula bella
que ayer
me ilusionó, y que hoy te ilusiona,
Oh Hermione.
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Mujeres

Han existido mujeres serenas de ojos claros,
infinitas y silenciosas como esa llanura
que atraviesa un río de agua pura.

Han existido mujeres con visos de oro,
rivales del estío y del fuego, semejantes a
trigales lascivos que no hieren la hoz
con sus dientes pero arden por dentro
con fuego sideral ante el cielo despojado.

Han existido mujeres tan leves
que una sola palabra, una sola,
las convirtió en esclavas. Y existieron otras,
de manos rojizas, que al tocar una frente
suavemente disiparon ideas terribles.

Y otras cuyas manos exangües y elásticas,
con giros lentos aparentaban insinuarse
creando una urdimbre rara y fina
en que las venas simulaban
hilos de vibración ultramarina.

Mujeres pálidas, marchitas, devastadas,
ardidas en el fuego amoroso
hasta lo más profundo de sí mismas,
consumido el rostro ardiente,
con la nariz agitada por el impulso
de inquietas aletas, con los labios abiertos
como yendo hacia las palabras pronunciadas,
con los párpados lívidos
como las corolas de las violetas.

Y todavía han existido otras y,
maravillosamente, yo las he conocido.
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Noctivagvm  melos

No sé. No pregunto. No indago la sombra.
Nada hacia acá, nada hacia allá del velo.
La mentira es la concubina del olvido.
En el atrio del templo está el comercio del dios.
Toda plegaria es medio óbolo de cielo.
Tumbado sobre mi lecho vilipendiado,
figura de bajísimo relieve,
ocupo la tumba sin tapa.
Ningún asceta en el fondo de su desierto
supo enflaquecer nunca como yo
supe enflaquecer. No tengo tapa alguna:
ni la cera para los cabos. No peso
en los brazos de los que, aunque dignos
de mí, no llorarán. Heme aquí ileso
entre el alba primera y la no primera muerte.
Así como el odio y el amor del destino,
siento desprecio por el pasado y el porvenir.

Si entre el odio y el amor del destino,
yo sin fe vivo y sin temor,
“pulvis et umbra”, polvo, no sombra,
sequedad que da y que no mengua,
¿por qué es para mí el alba imagen de muerte?
¿la una y la otra son para mí arte del cielo?
¿Y es medida por ambas mi frente?
El sueño extremo me consagra a Delos;
es el estatuario de mi perfección.
Ni vena de Carrara, ni de Paros;
ni alabastro ni cristal de roca:
una substancia de viviente hielo.
El alba huye de mi mito antelucano.
Aunque recuerdo aquel istmo arcano,
sin pentathlon y sin agonotetis,
sin la numerosa oda y la oliva
humilladas al jugador de lucha,
donde yo sólo me cantaré a mí mismo, invicto.
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Stabat nuda aestas 

Primero entreví su pie pequeño
recorrer las lanzas quemadas de los pinos
donde se agitaba el aire con grande
temblor, casi como blanca llama fugaz.
Las cigarras callaron. Más roncos
se hicieron los riachuelos. Copiosa
la resina se deslizaba por los troncos.
Reconocí la culebra por su olor.

En el bosque de olivos la atrapé.
Recorrí las sombras cerúleas de sus ramas
sobre su espalda arqueada, y los cabellos rojizos
en el argénteo ateneo sobrevolar
sin sonido. Mas allá, en los rastrojos,
la alondra se alzó del surco rasurado,
15 la llamó, la llamó por nombre en cielo.
Entonces también yo por nombre la llamé.

Entre las adelfas la vi que se volvía.
Como en broncínea mies, en el espartal
entró, con encierro estrepitoso.
Más allá, hacia la costa, entre la paja
marina el pie se le quebró resbaladizo.
Extendida cayó entre la arena y el agua.
El poniente la salpicó en sus cabellos.
Inmensa apareció. Inmensa desnudez.
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Las manos

¡Oh manos de mujeres encontradas
una vez en el sueño y en la vida:
manos, por la pasión enloquecida
opresas una vez, o desfloradas
con la boca, en el sueño, o en la vida.

Frías, muy frías algunas, como cosas
muertas, de hielo, (¡cuánto desconsuelo!)
o tibias cual extraño terciopelo,
parecían vivir, parecían rosas:
¿rosas de qué jardín de ignoto suelo?

Nos dejaron algunas tal fragancia
y tan tenaz, que en una noche entera
brotó en el corazón la primavera,
y tanto embalsamó la muda estancia,
que más aromas el abril no diera.

Otra, que acaso ardía el fuego extremo
de un alma (¿dónde estás, oh breve mano
intacta ya, que con fervor insano
oprimí?), clama con el dolor supremo;
¡tú me pudiste acariciar no en vano!

De otra viene el deseo, el violento
deseo que las carnes nos azota,
y suscita en el ánimo la ignota
caricia de la alcoba, el morir lento
bajo ese gesto que la sangre agota.

Otras (aquéllas?) fueron homicidas,
maravillosas en engaños fueron:
de arabias los perfumes no pudieron
endulzarlas, hermosas y vendidas
¡cuántos ¡ay! por besarlas perecieron!

Otras (¿las mismas?) de marmóreo brillo
y más potentes que la recia espira,
nos congelaron de demencia o ira,
y las sacrificamos al cuchillo
( y, ni en sueños, la manca se retira.

vive en el sueño inmóvilmente erguida
la atroz mujer sin manos. Junto brota
fuente de sangre y sin cesar rebota
el par de manos en la enrojecida
charca, sin salpicarse de una gota ).

Otras, como las manos de María,
hostias fueron de luz vivificante,
y en su dedo anular brilló el diamante
entre la augusta ceremonia pía:
¡jamás los rizos del amante!

Otras, cuasi viriles, que oprimimos
con pasión, de nosotros la pavura
arrebataron y la fiebre oscura,
y anhelando la gloria, presentimos
iluminarse la virtud futura.

Otras nos produjeron un profundo
calofrío de espasmos sin iguales;
y comprendimos que sus liliales
palmas podrían encerrar un mundo
inmenso, con sus bienes y sus male

¡Oh alma, con sus bienes y sus males!
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Vas spirituale

La diestra espiritual sobre un salterio,
      solemne y taciturna,
una mujer vigila en el misterio
      de la hora nocturna.

Un gran bosque de símbolos circunda,
a esa mujer. Sobre su frente pía
que ultraterrena claridad inunda,
tiende su red la gótica arquería
de vasto templo. Aladas potestades
pueblan las anchas naves penumbrosas
y sobre el mármol blanco de las losas
tumulares, reposan indolentes
        las estatuas yacentes
entre guirnaldas de eternales rosas.

Cabe las puertas de bruñido cedro
que guardan el letárgico reposo
del santuario, y en frisos y molduras
se mezclan en hieráticas posturas
los monstruos de un bestiario fabuloso.

Ella, bajo la albura de la estola
        medita blanca, sola
y solemne. Parece que concreta
en sí las tres Virtudes Teologales;
en círculo, los signos zodiacales
la nimban los cabellos de violeta.

Plumas y gemas de irisados brillos
constelan su pesado vestimento;
su diestra espiritual, llena de anillos
áureos, reposa sobre el instrumento
y al pie de ella un pontífice latino
mueve en un ritmo acompasado y lento
un frágil incensario de oro fino.
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Carnaval viejo loco

Carnaval viejo loco
vendió su colchón
para compran pan y vino
espaguetis y salchichón.
Como un glotón comió
una montón de roscas fritas
le creció tanto la panza
que parece una balanza,
tomó, tomó y al rostro
el rojo se le subió.
La barriga le explotó
comió, comió y no paro.
El martes termina el Carnaval
y le hacen un funeral,
porque del polvo nació y al polvo regresará.
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Un sueño

Estaba muerta, sin calor La herida
era visible apenas en el flanco:
¡estrecha fuga, para tanta vida¡

El lienzo funeral no era más blanco
que el cadáver. Jamás humana cosa
verá el ojo, más blanco que aquel blanco.

Ardía Primavera impetuosa.
Los cristales, do cínifes inermes
Golpeaban con ala rumorosa…

Huyó de ella el calor, Yo dije: ¿Duermes?
Con un salvaje sonreír violento
más cerca repetíle: ¿duermes? ¿Duermes?

¿Duermes? Y al recordar que aquel acento
no era el mío, me crispó de pavura,
escuché. Ni un murmullo, ni un acento.

Cautivo de la roja arquitectura,
se dilataba en el bochorno un fuerte
olor a destapada sepultura.

El hálito invisible de la muerte
me estaba sofocando en la cerrada
habitación. A la mujer inerte

¿Duermes?, le dije. ¿Duermes? Nada nada…
el lienzo funeral no era mas blanco.
Sobre la tierra de los hombres, nada
verá el ojo más blanco que aquel blanco!…
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Pánfila

Ya que el amor que brinda nuestra esfera
no consigue aplacar en el artista
ese orgullo viril que no tolera
ni el rastro de una sombra pasajera,
que pueda oscurecerle su conquista;

ya que la hembra, para siempre impura,
su vergonzosa herida siempre abierta
llevará, en el orbe sin ventura
nunca hallaré la femenil criatura
jamás por los humanos descubierta;

hoy el poder oculto de mi sueño,
por atediarme sin piedad evoca,
como un refugio, con tenaz empeño,
a la amada de todos, al risueño
numen que a todo amor tendió su boca,

ya en los mórbidos lechos perfumados
o las encrucijadas del camino,
donde por la pasión arrebatados
acudieron marinos y soldados
inmundos, tambaleándose de vino;

la que en el amplio lecho de caoba
fue de duques y príncipes un día,
y entre el tibio silencio de la alcoba
su veneno letal, pérfida loba,
en las más ricas sangres infundía.

Ella que del afeite con los brillos
restauró su mejilla fatigada
y consteló su pecho de cintillos
de eterna claridad, y con anillos
hizo su mano exangüe más pesada.

Por todas partes de caricias llena
y gozada de todos, del mendigo
y el amo que a sus gracias se encadena,
para mí su beldad, venga conmigo
la última flor de tu jardín, ¡oh Helena!

Todo el encanto de la edad pasada,
con sus dulces misterios soberanos,
la circuyen de luz, como a la amada
que ante los muros de llión sagrada
vieron resplandeciente los troyanos.

A esa amaré, sobre su carne impura
recogeré todo el deseo terreno,
todo el amor conoceré del mundo,
por sus ojos veré la nada oscura,
y entre la gruta estéril de su seno
oiré latir su corazón profundo.

Y besaré sus manos, esa mano
experta que en la faz de los pilotos
acarició con mimo soberano
la barba de que en día ya lejano
se cubrieron en piélagos ignotos;

o lentas erizaron con blandura
los cabellos de algún meditabundo,
si rendido de sueño por la altura
de los grandes silencios, sombra pura
divagaba su espíritu errabundo.

Sus manos besaré do inmateriales
palideces fijaron los ungüentos,
y besaré sus dedos musicales
que vertieron tal vez las inmortales
cadencias de una lira por los vientos

de Helenia, o en tus playas rumorosas
¡oh Lesbos! donde en vívida maceta
embalsamaban las desnudas rosas
a las tiernas amigas voluptuosas
de Safo, los cabellos de violeta.

Las venas más azules de sus brazos
las besaré con ávida locura,
y, en silencio, mis férvidos abrazos
a aquella boca de divinos trazos
arrancaránle la palabra impura,

más lasciva que el beso; del olvido
rescataré los nombres delirantes
con que arrulló mil veces el oído,
entre un grito de gozo y un gemido,
en horas de pasión a sus amantes.

Y entre sus labios de encendida grana
beberé lentamente, gota a gota,
el jugo de la blonda cortesana,
do gustaré la esencia más remota
que perfume la selva más lejana.

Y la amaré, sobre su carne impura
recogeré todo el deseo terreno,
todo el amor conoceré del mundo,
por sus ojos veré la nada oscura,
y entre la gruta estéril de su seno
oiré latir su corazón profundo.